La lenta ceremonia que se dicta en silencio, a un ritmo virtuoso, en un huracán de saxofones. Delirios de tu cuerpo y el jazz de la medianoche. Desvestirte a tientas, bordeando suspiros que se ahogan en espasmos tan tuyos y tan nuestros, como la dulce condena que es la de sucumbir a un naufragio y llegar a un oasis, sin espejismos del desierto.
Aprisioné tu recuerdo aquella noche de insomnio y por un instante jugué a contemplarte como una reina de arena, y sonreír por cada granito que terminaba siendo un lunar o una cicatriz de tu pasado sin sentencias ni culpabilidades. Sublime esperanza. El rito perfecto estaba en vivir en nosotros sin jueces ni partes. Inocentemente culpables, nos mirábamos y nuestro mundo giraba en sincronicidades, temiendo un ataque de pánico ante el exceso de caricias en los ojos brillantes. Nuestras almas estaban desnudas, sin etiquetas, sin nombres. Pasión y pureza, contradicciones. En oculta apariencia, éramos camaleones que se mimetizan y sueñan con traspasarse en colores.
En el silencio, un beso se durmió en tu mejilla y los labios querían seguir bebiendo nuevos anhelos, mágicas sonrisas. Pausas y una nueva misión: llegar al coral de blancura que encierra la médula que viaja al imperio de tu razón y tus sentidos solo para ser víctimas de un espanto que no se cura: ser los enamorados de un eterno despertar. Apareció un abrazo y un nuevo mensaje se posó en tu boca. Miel y Leche debajo de tu lengua, como el Cantar de los Cantares. Vulgata. Visiones del paraíso, aprender a aprehenderte entre roces y suavidades, atándonos de pies y manos en ese concierto de morir entrelazados una vez más, castigo que se disfruta sin admitirlo, como un infinito goce del dolor.
Llegamos al sur. Tocarte sin miedos era estar en otro tiempo porque así lo esperabas. Sumergirme hacia lo profundo de un mar de aguas saladas y dulces, perdiéndome en un grito ahogado mientras tus piernas apretaban con fuerza, aunque el negacionismo haya hecho acto de presencia. Gemías y gemía contigo, porque la luz estaba en tu centro de finas hebras negras, y las cosquillas en mi boca eran como el adormecimiento del éxtasis eterno, pecado no expiado y nietzscheano girando para siempre. Saliva y elíxir, un eterno retorno.
Te amaba. Me amabas. No podíamos decirlo en voz alta. Penetrar secretos cálidos y húmedos en una complicación más de la inexperiencia. Te mordías los labios y el movimiento rugía a piacere. Estaba en ti, estabas en mí. Nos sentíamos en nosotros mismos. After such pleasures. Después de tantos placeres, clamabas, clamaba. Clamábamos por más y todo era un resurgir espiritual nacido desde una corpografía sin vencedores ni derrotados. Armisticio. Agotados, exhaustos, gritamos nuestra última promesa de libertad. Un te amo se escapó desde el lado de mi almohada. Volviste a besarme y no me lo reclamaste. Amabas en silencio sin que fuera un cliché baladí. Te amo. Eso no se cuenta. Se vive, se hace un recuento, se atesora, se recuerda. Perfume de nobleza. Respiramos belleza por encima del sudor. Cerramos los ojos. Volvimos a mirarnos. Teníamos la ropa puesta. Nos reímos. Travesura de cronopios. Imaginamos que hicimos el amor.
Sostener una mirada como un dique que no se rompe, símbolo seguro y firme con el que se enhebran letras. Me apercibo y te percibo con ese temblor sublime propio de los escapes y las fugas del tiempo de los relojes. Adrenalina. Nuestros corazones se aceleran y se sincronizan en un mismo pulso. Hechos y palabras que confluyen en un mismo río, esperando el próximo sendero que nos separe y nos reencuentre hacia el mar, en un lenguaje dulce y salado sin temores por los sueños que, mágicos, los volveremos a soñar mañana.
Y sonreír, encontrarte en acrósticos, noche inacabable de luna, y con el brillo del sol seguir coleccionando estrellas solo para el deleite de una locura tan perfecta que es ese atesorarse en latidos. Viajamos a través de comas, puntos seguidos y puntos suspensivos. ¿Alguien se atreverá a poner el punto final? Soñar no es un crimen y tampoco hay culpables ni sospechosos habituales. Soñar tácitamente es otro delirio durante las confidencias del deseo puro, el azul más perenne de todo aquel cuarzo que se refleja en los múltiples espejos del alma arcoíris.
El golpe llegó como un roce de manitos cansadas que buscan dispersarse solo por un instante, para eternizarse en un perfume. Era el perfume de un rostro. Un perfume que se respira en la captura de las fotografías del archivero de recuerdos, tan solo con cerrar los ojos. La mente y sus grandilocuencias elocuentes en momentos oportunos.
La pregunta inevitable que no se dice, aunque se piense: ¿Qué nos ha hecho para merecer este obsequio, esta virtud que vuela alto y libre? La respuesta está en sus ojos, en la mirada que no se aparta y se retiene sin dudas ni miedos, mientras los puños se saludan amables en un gesto pandémico que va por debajo, más allá del secreto. ¡Hola, Usted! Sonría por encima del tapabocas. Usted puede. Nosotros esperamos la cachetada para volver a ser. Volver a ser.
“Debe dormir. Ya es tarde”.
«En lo último tiene razón. Ya es tarde. Poetry. Un atrevido Ars Amandi vino para quedarse sine die. Gracias al fuego, gracias al hielo. Gracias a usted».
La princesa Kloe contoneaba sus maléficas formas, rompiendo esquemas en el Petit Midnight Bar. Era una víctima. Voluptuosa, presa iracunda de su hechizo y su magia negra, animando la pista de baile, perdidamente desnuda entre los sinsabores del oscuro blues erótico y el hipnotismo de los muñecos vudú que adoptaban rasgos de parroquianos habituales.
Dueña de su propio tiempo, divisando panoramas insondables, sintiendo cómo la música se paseaba por cada nervio y médula como una esencia inquebrantable de su propio cuerpo. En su danza, se reinventaban movimientos sugerentes y considerados como impropios de una dama de la alta nobleza en un sistema de hipocresías y falsos pudores. Su perfume la delataba: expedía fragancias tentadoras, vinculadas a un mundo de condenas y perturbaciones.
El apetitoso bar de medianoche se caracterizaba por haberse convertido en el antro más underground de las extrañas jornadas asuncenas: cervezas a un solo precio y cotizadas por su mala calidad y su capacidad para agilizar las contemplaciones espirituosas (hablar de borrachera estaba prohibido), mientras el barman oficiaba de discjockey, colocando discos de The Doors en una vieja vitrola adquirida en la antigua tienda Viladesau, quien sabe en qué triste año de la ley seca.
Quien deseara calmar sus penas y sus necesidades biológico sexuales, acudía al Petit, siempre con una condición: disfrutar a Kloe sin tocarla ni hacerle propuestas indecentes. Ella lo dejaba estar y sabía que resistirse en un sitio de factores cómplices pondría a prueba a todos los que peregrinaran hacia tristes parajes del ensueño. El desafío de cada hombre consistía en adentrarse en la música, en la mancomunión del cuerpo y el alma, a través de una filosofía de la supervivencia junto a instantes del sometimiento, corriendo el riesgo de incurrir en ciertos sueños húmedos que probarían la precocidad de las eyaculaciones y la escasa posibilidad para improvisar en momentos álgidos.
Marihuana, mezclas azules y verdes, alucinaciones, sexo, drogas, la discografía completa de Morrison y sus secuaces, todo conspiraba en un extraño fin de la noche ajeno a las polkas y las guaranias. Se preparaba otro universo sin pipas de la paz o fuera de legislaciones que pretendan ser violentadas por políticos corruptos. La ley suprema era no tocar a Kloe, la reina absoluta de los jinetes de la tormenta.
La confesión era muy incauta y terriblemente reveladora. Un hombre con gabardina y sombrero borsalino apareció en una escena silenciosa. Se apeó de los insumos detectivescos y sacó un cigarrillo Philip Morris junto a un encendedor con la inscripción “Hammond” en la superficie. Con la mirada indiferente y absorto en algunos pensamientos cuasi particulares, hizo una reverencia hacia una mesa vacía y procedió a sentarse, con la intención de disfrutar el espectáculo.
Ella reapareció y la visión trajo visos de incomodidad a la sala de espectadores. El desconocido recordó un acto de una vieja película de Tarantino mientras una mujer llamada Satánico Pandemonium contemplaba desde su propia altura a los esclavos de su malignidad. Kloe se dejó llevar por Soul Kitchen y dejó a todos obnubilados. Sus movimientos eran libres, sin un ápice de metodismos o meticulosidad. Sus miradas eran las puertas de la percepción; su tarjeta de presentación, la curvatura interminable de su espalda y sus muslos, en una imaginaria textura de suavidades sublimes. Sus labios balbuceaban palabras en el intento por seguir el fraseo de Jim, agregando un hechizante “eres mío”, mirando hacia un rincón alejado de la mesa. El hombre no dejó de mirarla, pero sus rasgos ni se inmutaron ante el lascivo conjuro del sometimiento.
Al darse cuenta que su baile excitaba a todos, menos al impasible, ella se molestó y pidió al barman poner Light My Fire. “Enciende mi fuego, bebé, mientras nuestro amor se convierte en una pira funeraria”. Su cintura incurría en vaivenes suculentos, en una cabalgata infernal hacia el clímax, entre el Moog de Manzarek, la incesante batería de Densmore y la guitarra seductora de Krieger. Ella estudió a todos los músicos y poetas de la banda, especialmente al Rey Lagarto. Había aprendido a mantener la calma y la confianza cautivando a cada una de sus víctimas, en una técnica hábil de unir cuerpo y espíritu con el baile pecador de la Salomé que mandó a cortar la cabeza de San Juan Bautista. Sin embargo, el hombre seguía impertérrito, mirándola sin rubor y sin admiración.
Una mujer rechazada por un hombre que no cae en sus garras, termina convirtiéndose en la víctima de su propio juego. Ella sometía a todos, pero hoy ella estaba siendo sometida. Le intrigaba aquél tipo imberbe, de facciones aparentemente caucásicas y con el ceño medio fruncido. Se sentía ignorada, golpeada, abofeteada por ese infame que no apreciaba su arte. ¿Acaso se amaban o se ansiaban? Era demasiado pronto para adivinarlo.
Triste, en un momento dado, su rostro palideció. Ella no dejaba de verlo y tal pareciera que hubieran intercambiado existencias. Dejó de bailar y se quedó tiesa como una estatua. Un gordinflón de la primera fila quiso tocarla pero reaccionó instintivamente y le propinó una patada desde el desnivel que separaba el escenario del piso. Ordenó que todos salieran, incluyendo al barman, pidiéndole por favor que se llevara los discos de The Doors, excepto uno, muy especial para ella.
Los borrachos estuvieron por organizar un tumulto debido a la decepción que les generaba haber pagado por los brebajes y no poder seguir disfrutando del show hasta el maldito amanecer. Salieron descontentos, uno por uno, lanzando improperios y enojados, como si hubieran visto una comedia sin el elemento fundamental: la risa.
Fue allí cuando sucedió. Ella se percató de que el hombre no se movió y que aún la observaba, con una languidez tan poco masculina. Sus ojos estaban acuosos y apenas apartaba el cigarrillo de la boca. Sin siquiera notarlo, Kloe se acercó hasta la vitrola y jugó con la púa. Se apresuró a buscar el quinto surco de «Morrison Hotel», y el órgano emitió un sonido dulce, junto a una melódica guitarra que incitaba al recuerdo. Él se sorprendió y parecía como que iba despertando y cayendo en la cuenta de una situación que tal vez la buscaba o no la estaba buscando. Ella comenzó a bailar y a intensificar sus movimientos, acercándose cada vez más al viajero de sus sueños. Llegó hasta él y siguió a sus instintos, logrando entrelazar sus piernas con las piernas de él. Ambos se miraban más intensamente. Luego apareció Morrison, cantando en una tonada muy a lo Sinatra, triste y casi a ritmos de vals, revelando una confesión que tal vez estaba hecha para los dos.
“I found my own true love once, on a blue sunday, she looked at me and told me, I was the only one in the world, now I have found my girl. My girl awaits for me in tender times. My girl is mine. She is the world, she is my girl”.
“Yo había encontrado a mi verdadero amor en un triste domingo. Ella me miró y me dijo que era el único en el mundo. Ahora he encontrado a mi chica. Mi chica me espera en tiernos momentos. Mi chica es mía, ella es el mundo, ella es mi chica”.
Lo supieron en aquel instante mientras seguían mirándose, en un mundo fuera de este mundo. Atravesaban eternidades cruzando sus pupilas en un abismo cada vez más profundo, en puntos sin retorno, en estancias incomprensibles para los seres humanos. Navegaron a través de la música, y el Blue Sunday les resultaba interminable. Claro que estaban tristes. Ella no pudo someterlo y acabó siendo sometida. Lo que empezó como un juego sin escrúpulos acabó por condenarlos. Él la llenó de ese amor triste, de ese dolor que se siente cuando uno ama con todas sus fuerzas, sin lograr comprender los porqués de ciertas evasivas o rechazos poco diplomáticos.
Ellos comprendieron que la vida estaba mucho más allá del Petit Midnight Bar y que una canción les cambió la vida. No fue un barato romanticismo. La historia tal vez no cubría todas las aristas. Nadie supo si ya se conocían desde antes o se conocieron en ese momento. Todos los curiosos que seguían mirando por la ventana comenzaron a inventar historias. Algunos decían que ella estaba obligada a bailar porque era la esclava del dueño del bar. Otros decían que él nunca aprobó que ella bailara para mantener la relación, que no se sabía si era de larga data. Ellos también comprendieron que el chismerío puede construirse de miles de capítulos inconclusos. Pero la historia del Blue Sunday, la historia del sometimiento de Kloe y del extraño álter ego, se configuran en un mundo aparte. Un mundo propio, accesible a dos almas que se redimen, en el deseo por brillar desde un mismo cielo. Hay sometimiento. Hay esperanza.
El mensaje verdadero estaba en llegar a la mirada más profunda, esa que vivía libre por detrás. Descubrir que, más allá de la suavidad de los encajes y adornos, había otros senderos, bifurcaciones más bellas que no dudaban en brillar desde el alma. El antifaz se hundió en la maravilla de sus ojos. Para sumar más elegancia y presencia a la galería de reliquias místicas, su sonrisa noble regalaba brillos y delirios en un sueño cómplice.
Confío. Tanto… que no me importaría caer hasta niveles más encandilados de ceguera sin que pudiera hacerme daño. No es oscuridad. Es luz de fe, vida, amor y paz. Es hermoso ese viaje hacia el sol.
Un reproche no sería justo. Los sentimientos del poeta contemplan una estancia ajena a lo banal. ¿Sería una tentación metafísica el mirarla y perderme en su mirada tan mágica? No me pierdo. Me reencuentro. Y cuando ella llega hasta mí desde su mirada, la vida vuelve a sentirse vida y las palabras desbordan a ritmos descontrolados. El temblor es como la sacudida eléctrica de los rayos de tormenta, como un caos que trae en su descarga un nuevo orden.
No hay temor. Divisarla por otros pasadizos y bóvedas siderales son la felicidad más sublime. No puedo evitarlo, aunque tenga consciencia de los límites impuestos por esas avaras «realidades tangibles». Hoy, atesoro una realidad que me hace volar en silencio e ir subiendo sin miedo a traspasar galaxias, porque tal vez pudiera existir una certeza tácita: cuando usted me da su mano, navegamos en la magia, en la poesía. Yo tampoco la soltaré. ON ODEUP. ON OREIUQ. Del revés y al revés. También se puede avanzar en reversa con los automóviles. Pregunte a los locos de las autopistas que se salvan de milagro en algunos casos. Gracias por el encanto de cada milésima que no se mide en nuestro tiempo terrenal. Nuestras miradas responden por los dos en su propia música, en su propia obra, en su propio compás con repeticiones, silencios y Da Capos. Clave de Sol. Infinito. Más allá.
Hay una condena en nuestro pasado. Es un temor a reescribir lo que pensábamos que en un delirio del instante pudo ser borrado. Sin esa imaginería idiota por recobrar recuerdos en un ámbito cerrado de nuestros secretos.
Quién sabe si pudimos tener una historia, o si el adiós prodigado a distancia una vez fue solamente víctima de un formalismo que se dicta luego de los espasmos de una noche. Lo único que imperaba era ese sometimiento de las culpas, tu cabello oculto tras ese viaje hacia el fálico sur. Como el engaño o la estafa de discurrirte en mi cuerpo sin pagar peaje, existía por mi parte la obligación de asumir la contribución de un canon por aprisionarte en ese atrincherado juego de cóncavo y convexo, bajo las bélicas sábanas.
Nos delimitábamos como si fuéramos mapas viejos y desactualizados, trazando nuevos límites, entre períodos de guerra y armisticio. No era la diplomacia del después lo que aborrecíamos, era sencillamente saber que deberíamos compartir y dividir territorios, como esos trofeos que se reclaman los estados firmantes por quién sabe cuántos años. Sinónimo de seguir buscando la cooperación internacional, utilizando terminologías geopolíticas. Entre nosotros, no podía existir la autodeterminación de los pueblos. Contigo sería siempre intervenir e inmiscuirme en tu geografía, aunque existan reparos de todos tus poderes.
Singularidades y complicidades. Tristes acaso, por la firmeza de mis manos apretando tus senos, sin muestras de cariño, con esa obligatoriedad tan rutinaria del oficinista bruto e indiscreto, mientras aplicábamos la regla de esculpir tu norte llano, entre panoramas de arcilla. Nuestros besos, recreaban panoramas más cálidos, como un murmullo de lluvias que se arromolinaban en un mar de fobias.
Luego estaba el ruego y la súplica, exhaustos de tanto Blitzkrieg y Holocausto, esperando un juicio por nuestras culpas. Era el infierno tan temido, reescribir pasiones ocultas. No acabamos por aniquilar a nuestras ansias, pactando un nuevo encuentro, reencriptando códigos, como si alguna vez, la interrupción haya puesto siempre puntos suspensivos, en la construcción de un mensaje. Sí. La historia tendrá que terminar y no sabremos si podrá ser contada. O sólo un balbuceo de las noches solitarias. Una exégesis para el próximo libro del mañana. Una historia, que se escribe a pasos gravitatorios, a ritmos de nostalgia.
Los inconvenientes siempre estuvieron a la vuelta de la esquina. Eran fácilmente detectables. Algunas veces, cobraban formas comunes y corrientes como franjas peatonales apenas vislumbradas o como errores ortográficos en la pizarra de un menú del día en el viejo restaurante. En otras ocasiones, el problema tomaba un aire más taciturno y místico; un sueño en donde uno va cayendo sin dimensionar la magnitud del abismo o una pesadilla que constata la presencia de un ser ausente y desconocido en tiempos inmemoriales.
Sabiendo que las descripciones podrían ser variadas o que las diversas circunstancias resulten fallidas y atrofiadas, las causas y los efectos rebotaban en el mismo laberinto sin pausa: el hecho incontestable de habernos encontrado o de habernos cruzado a raíz de otros desencuentros.
Tal vez pudiera resultar ilógico, pero siempre terminábamos sonriendo tras ese conflicto enmarañado de la epidermis oblicua al susurro, erizada por vibraciones sagradas. Un ritual que se repetía infaustamente, tiránicamente, aunque las posibilidades del beso no estuvieran presentes. Las estadísticas variaban y las apuestas se dirimían en esas incógnitas más sencillas: «¿Cuánto arriesgas a perder si al minuto cinco y medio inician los suspiros asfixiados por el beso?» «¿Una prenda menos o un retazo de tus huellas dactilares que se impregnan en el otro cuerpo?».
No podíamos establecer los números exactos. Siempre tendíamos a enfocarnos en la problemática y no en la solución, como decía el amigo loco de Patch Adams al mostrarnos dos dedos y no responder que son cuatro los dedos que se depositan en tu sur, entre vaivenes telúricos del placer indisimulado e indiscreto.
El error de cálculo está en mordernos los labios y tragar las palabras que pueden ser dichas allí, en ese acto recurrente de observarte gemir y rehuir de una verdad que teme ser víctima de un arrebato de la sinceridad. Inconvenientes técnicos que se presentan cuando el botón de la camisa es el primer obstáculo, esa falsa hipocresía que se borra ante la presencia de mis manos y tu quietud estatuaria, sin afirmar o negar nada.
Hay delirio. Ay! Delirio. Las numeraciones de tu cuerpo son inexactas. Hay un exceso de códigos encriptados que buscan ser descifrados en clave Morse o en un sistema Braille, desdibujando contornos de infinitud y magia. Sin contraseñas, el número que pienso no será la respuesta y tampoco el que no pienso.
Frente a frente, juntaremos las manos y trataremos de coincidir entre los engranajes posibles. El recuento infalible de numeraciones que van del Pi hasta la circunferencia. Pero estamos allí, apretados, enquistados, dos en uno, simulando el enigma perfecto que nace y termina con una llave. La puerta. La llave. Tu corazón, mi corazón. Tu cuerpo. Mi cuerpo. Anverso y Reverso. Dos planetas en el Universo. Cálculo y solución. Amor y odio. Paz y Guerra. Individualmente duales. Puntos suspensivos. Solos en el mundo, bajo un manto de imposibilidades, entre dudas, miedos y verdades. Solo nosotros, los enamorados incalculables.
La incógnita se centra en entonar un lamento o ver un noticiero. Pensarte o perderme en los muertos del día, en la inseguridad de siempre o en esa bofetada de las triples gratificaciones de funcionarios públicos. «So Much Love To Give», grita Glenn Hughes, y la historia de la esclavitud ejecutada con armónicas recobra vida en delirios de una guitarra eléctrica. Hay un más allá, si nuevamente tu cuerpo se revitaliza en la tristeza de un beso dado a ritmos de música.
No adoptamos el carácter mendicante o suplicante como para devolver el favor de unas caricias dadas al recuento de “aves de paso”. Reconocer una realidad que nos condena por más años de los que uno pudiera contabilizar, al ejercer el papel de los correctos, incorruptibles y firmes, desvía los puntos cardinales de un amor escrito sin nombres. Tal vez alguna vez se trace uno, pero el tiempo no es aliado de los que lo piensan mucho y no lo concretan.
A tres párrafos, «So much love to give», «Tanto amor para dar», Blues 1992, y las rimbombancias no tienen explicación. Te busco en una línea melódica perdida entre las interrupciones del bajo y la batería. Las sonoridades del slowly nos remontan a los contactos de la dermis más íntimos, más ajados por ese pensar en un mañana sin vos. Ya sé. Está el escribirte por nuevas aplicaciones tecnológicas de mensajería y concertar un encuentro fortuito, pero no es lo mismo.
No puedo tenerte. No podemos tenernos. Onetti o Camus hacían un brindis por los extranjeros Mersault y los Linaceros o Rissos erranbundos nacidos para perder, asumiendo un pozo o un infierno tan temido, sin la posibilidad de modificar el destino de las circunstancias. Claro, podríamos amarnos, podríamos trasmutarnos y trasuntarnos la piel, en la metamorfosis más sublime; sucumbir a ese instante en donde en un plano ajeno a lo banal y lo terrestre, la infinidad muestra su rostro soberbio y marca una historia por siempre. El vinilo seguiría girando y las promesas terminarían por regalarnos un sueño.
El bostezo imprudente tramaría una nueva interrupción de la magia, pero sin éxito. Nos debatiríamos conflictos aritméticos en posiciones cóncavas y convexas, buscando el ángulo perfecto para acurrucarnos, ser felices y olvidarnos del olvido. “Por qué no te quedas, en un pequeño corazón a corazón. Hagamos un brindis por los tiempos que tuvimos”, serían las frases dictadas a susurro volátil y producto de mis erecciones privadas. “Why Don’t You Stay, baby?”, alimentando la lascivia y la inmoralidad, viéndonos desnudos, atravesando mundos de anatómicas perfecciones efímeras, haciendo el amor, Ars Amandi en un aire suave de pausados giros, en el místico parafraseo de modernistas y realistas mágicos.
Una taza de café humeando al lado nuestro, como el brebaje que no necesitaba ser bebido, para decirnos que nuestra adicción era más estimulante y autoinsomne. Los labios hablaban lenguajes despistados, adormecidos por el conflicto inevitable de causas sin fundamento. El guión se escribía y se circunscribía a ser como éramos estando solos, sin esperar caídas de telón o conflictos existenciales de los miles de Hamlets del siglo XXI. Recorrer tus aires, senderos que se bifurcaban y se abrían paso hacia ansias de la complacencia. Te amaba, y la palabra temía ser apurada por exabruptos del silencio. Amor, te movías con la magnificencia de una despedida, de una última vez. Pero ya no hablemos de cómo lo hicimos, cómo lo vivimos o cómo lo sentimos. Hoy lo escribimos, y las revisiones de postura no seguirán. Las tragedias seguirán imprimiéndose, escuchándose y viendo en miles de canales comunicacionales. Sin embargo, está ese amarnos, a la espera de un feedback interminable, como emisores y receptores de un código que se desencripta en la reciprocidad de las noches cómplices. Te contengo y me contienes. Me pediste que me quede. Sabes que siempre lo haré.
«Eran sus ojos de cielo el ancla más linda que ataba a mis sueños». Julio Sosa – Qué me van a hablar de amor.
Tus ojos se hicieron presentes en medio del caos. Cambalache o revoltijo, está el desorden de profesarte una sonrisa entre cadencias sin amarguras por esas realidades que nos golpean.
Horas sagradas en donde bailamos un tango cómplice, suspirando por nuestras bohemias del Mano a Mano y del Último Café. Un beso en la frente para el recuento de nuestra historia, como una despedida que no alcanza a decirlo todo, a sentirlo todo, con la tremenda certeza tácita de considerarte un presente de sorpresas, una eterna realidad.
Volvió el cigarrillo y una voz grave imponiendo su tiempo y su tristeza. Apuramos el paso por calles oscuras que fueron testigos de amores y delincuencias, y no miramos atrás. Era vivir el momento, reír con toda el alma y dejar de actuar como títeres del tiempo. Locos distantemente juntos, prestando una nube del cielo para alcanzar a la luna, solo para convidarle nuestra copa de vino preferida.
No nos podían hablar de amor. Claro que dar tumbos y rodar por el mundo nos hicieron ser más fuertes. Increíblemente, no nos alejó de la pureza. Era nuestro modo de decir que, aunque hiciera un calor de novela, el poder de la rayuelística autosugestión nos congelaba los dedos y nos acurrucábamos más dulces en esa frazadita azul que era la alegría infinita. Mirarte desde ti misma, reflejo de lo que siempre quise ser y no lo recordaba, ahora brillaba en esa plenitud con la que te perseguía hasta los escalones de la gloria y del infinito. Atesoraré tu esencia aunque sea como una dicha tácita, solo para el deleite de mi colección de instantes eternos.
Así fuimos, así éramos, así somos. Hoy debo obviar clichés porque no se trata de una etiqueta. Pero sé que en el fondo hay algo de se mueve libre, vuela sin miedos, suspira y sonríe. La te y la qu vuelven a estar cerca pero no lo busco, no lo espero, aunque me muera por ese atrevimiento. No lo pienses, vive. La bofetada está a la vuelta de la esquina. Por lo menos, te irás con el ensueño de un tal vez y de un pudo haber sido. Casi lo lograste, viejo amigo tigre. El sol brilló por un instante en medio de la noche y pudiste rugir, salvaje. Lástima que alguien te rugió más fuerte.
Su rostro iluminó al tuyo y pasaste a la siguiente dimensión. Volviste a sentir y el juego del «quizás – tal vez» reclamó su primer puesto. Pude hacer sonreír al sol y no quemarne, pude abrazar a la luna y enfriarme de belleza, pude besarla en silencio, pude decirle buenas noches y dulces sueños con la gratitud de una sola vida vivida al máximo de los riesgos.
Pudimos sumergirnos a su mundo libre con el poder mágico de sus minerales preciosos y caracoles de mares que bañan las grandezas elocuentes de los astros. Dibujaste su corazón con las líneas de la máquina de escribir y pintaste su estrella con el caleidoscopio de colores sin tregua ni pausa. La amaste en silencio porque ese es el dictado que te canta la poesía mientras los otros siguen de recreo. Te perdiste en su esencia, aceptaste su alma y su misterio. Ni vos sabes lo que estás diciendo, pero ellos, sí. Gracias, Julios (Cortázar – Sosa). Una nueva pelota – pared, en camino, after such pleasures. Love from one side, not from her side. Misunderstood, again. Sorry, dear. I was in the «kamikaze mood».
El silencio de la noche encierra el recuerdo de viejos saludos nuevos. Hay puertas que se abren e impiden divisar gestos o movimientos de manos al viento. Pero luego está el ingenio, ese mensajito que se inserta y se inventan con paquetes de pequeñas esperanzas. Lo llaman paquete de datos. Esas curiosidades salvadoras de la tecnología.
Mientras la construcción de una acción se escribe entre líneas digitales («Te estoy saludando»), inevitablemente, se busca con la mirada. Hay cielos y paraísos que se abren a través de rendijas y hendiduras. Los sentí aquella vez, cuando ese aviso tuyo nos encontró en un dulce viaje lejano de ojitos que buscan inflarse con mayor fuerza para llegar hasta el otro, como los dibujitos.
Pensé en Tom y Jerry, en los saltos de locura de un patito negro, esta vez con forma de origami para caber en tus deditos de fe que no se cansan de contemplar lo profundo, lo bello, lo insondable. Ese verte a lo lejos solo me trajo certezas y sueños nobles.
Un suspiro en poesía es irse más allá del tiempo, escalar montañas como edificios, incluso sentirse uno mismo en puntos ciegos o sentirse Snoopy durmiendo «sobre» la casita y no «dentro» de la casita, junto al pajarito amarillo cuyo nombre ahora no recuerdo (Es Woodstock, me sopla Google). Me diste una locura sublime esta noche. Te la retribuyo en casillitas, en líneas y puntos suspensivos que sonríen por debajo de un tapabocas aterciopelado. Estoy salvado.
Prosema luego de los crímenes y asesinatos en el Anfiteatro José Asunción Flores (30 – 01 – 2022). Con Rainbow Eyes, de Rainbow, de fondo.
Quiero llorar por los que se van a destiempo, en un suspiro de última inocencia y mirando un futuro desde otros ámbitos.
Los crímenes de cada día son dolores que se insertan tácitamente en lo profundo de cada uno y luego explotan ante tanta rabia. Realidades crueles que lanzan su cachetada sin remedio. Impotencia por querer un mundo mejor y los males se van superponiendo.
Tengo miedo por los míos, por los tuyos, por los otros, que salen para jugar en la jungla y apostar por una “supremacía de la sobrevivencia”. No es justo. No es vida ni vivencia.
Historia que se repite y vuelve con su eterno retorno. La muerte, ese signo de interrogación que exaspera y no oprime a retazos, en pedacitos, en angustiantes temblores.
Triste por el mundo, por las alas del destino que se cortan a medio camino. Y luego está el aceptar un consuelo que ni el tiempo puede ajustar en una nueva simetría de las cosas y hechos. Heridas que no sanan, que quedan entreabiertas, hasta que las imposiciones digan que “ya no importe”. Nunca dejarán de importar, y el aprendizaje estará en ese silencio que dice mucho aún en esa tensa calma.
Justicia. El ideario del nuevo siglo, de todos los siglos. La ironía y la carcajada sarcástica de siempre, hasta que no se encuentre una respuesta de fe que nos cure de todo lo que nos daña. Lloramos por todos los ojos de arcoíris que se cierran sin despedirse, porque no lo buscaban, no lo quisieron. Carpe Diem. Aprovecha el día. Tengo miedo de estar un día y luego no sentirme.
Seguridad, como verdadera esencia de libertad. Algo que no se compra ni se vende y debe fluir tangible en su propia órbita. Aquí, tenemos que ganarla, porque unos la compran, otros la subastan al mejor postor. No hay derecho, viejo. Viejo, no hay derecho. País hermoso, rodeado de opresores y granujas, lo hacen tan rojo, disparando a sangre fría. Dolor por los que ya no están.
Fe. Esperanza. Paz. Amor. Pudieran sonar lejanos en palabras, pero debe haber una manera, una nueva forma de vivir sin temores, sin cadenas que derrumben con su peso a los cimientos del alma. Si la descubren, sabrán en dónde encontrarme. Estaré allí, en donde estoy siempre. Allí, en donde todavía puedo sentirlos y aún puedo sentirme.