Juego inventado desde planos imaginarios, reconfortándonos en verosimilitudes que solo existen desde lados mágicos. Como los mimos, llevar las manos al aire, superponer puertitas invisibles como blíndex para golpearnos la cabezota y esperar que la fineza de una esencia sea el pañuelito que revierta chichones. Empezar el partido en desventaja ya es trazar la épica, la hazaña, la heroica hacia el último minuto de las salvaciones.
En un arrebato del recuerdo, desde el hemisferio de memorias a corto plazo, la vocecita en un fondo gris te golpea la espalda y te susurra: hace rato tuviste tu esperanza. Mentalmente, repasaste la jugada que capturaste, repitiéndola en tu VHS cerebral. Reproducir y rebobinar a cada rato para no creerlo.
Allí la ves, acomodándose en la silla giratoria de cuero, mirando hacia tu dirección por debajo de la hendidura de la puerta transparente, en ese deleite de los aprendizajes cómplices. Al posar sus ojos en los tuyos, la cronopiada se dificulta por ese mar de gente. Por el magnetismo, «esa dialéctica de imán y limadura», dejaste de escuchar a los amigos que te agradecían por cubrir sus vacaciones y acompañas la mirada saliendo de la pantalla por otros vidrios, rompiendo la tele.
Desde su lejana cercanía, ojitos y manitos se conjugan en el mensaje tierno que calla a todas las fauces indignas que se pasean por la vida real. Vos y ella. Tú y ella, solitos, alcanzándose y entendiéndose por entre la multitud que no los registra, no los sospecha y ya no los esclaviza. Comienzas a creer. El rinconcito seguía allí y los problemas técnicos solo eran meras teorías.
Te armaste de valor para avisar que el saludo se haría presencia física, a riesgo de quedarte mirándola fijamente en una sincronía de sentidos. Divino reloj. Te acercaste, y hubieras querido no incurrir en trabas, tartamudeos y balbuceos. Ella sonreía y no temía a las pausas incómodas.
Ay! Tu desventaja podría condenarte o salvarte pero, pobrecito, poeta, el tapabocas te hacía sudar. La gotita de sal se posó en tu ojito y ella seguro pensó en que querías llorar de alegría. De alegría infinita. No dejaste de mirarla hasta que llegó la hora del almuerzo. Te despediste con el saludo de puños, por debajo, más allá.
Se retiraron dándose la espalda, como obligados opuestos. Quisiste mirar atrás para saber si te salvaste, si ella pudo disculpar tu nerviosismo y tus inseguridades de niño grande. No se decepcione. No se desilusione. Vivieron en un mismo latido místico, en la dulce esperanza de algo posible en la realidad imposible. Gatear soñando entre estrellas de la mañana, caminar entre rastros de su perfume de flores azules, sonreír sintiendo su brillo de sol, recordar viviendo en la eternidad de su rostro, con la mirada que nos hizo más cronopios, más camaradas de luz y esencia. Felicidad extrema.
Surco viejo de una aurora. El poema que no puedo escribirte pero ausculta sueños en un beso de nebulosa. Si tuviera que retratar cielos perfectos, serían de tonalidades marrones, cuasi negras, porque tus ojos sonámbulos son abismos que no aceptan reembolsos. Es internarme, perderme en el laberinto giratorio, reencontrarte en esencia y sanseacabó. No me pidas objetividad ni letras minuciosas que se adaptan a los trajes a medida ideados por los sastres. Mi sastrería está al otro lado, en ese desaliñado gesto de perseguirte y aprehenderte más allá del hilo que se enhebra en la aguja y se clava en el dedito inexperto. Allí suspiro y te digo lo que no querés escuchar, lo que no puedo articular mientras esté sobrio porque es algo autoimpuesto, prohibido, imposible.
Te beso desde el aire virtual y respiramos REO Speedwagon por cada vértebra que encierra esqueletos, músculos, venas, arterias, capilares. Can’t Fight This Feeling. Disculpas. Cierre las cortinas de la ventana y déjeme con la serenata solitaria por algo que se niega en minutos de los famas.
Salgo corriendo con la guitarra hacia calles que no se identifican. Nadie supo el número de la casa. Sí. Sé que llegué sin avisar. Ya está. El problema y la solución, están. Abriste la estantería para remover todo lo que ya perdió su sentido en el sentido mismo y depositaste tu corazón en purpurinas, regalito brillante de un sol que se refleja en pequeños solcitos. Y faltó la abejita azul que zumba por mis oídos, esparciendo su polen de los dioses como la miel que salva, el néctar que viaja por corrientes de mi cerebro vulnerable, ingenuo e ingenioso por ser el que en humoradas a veces le saca una sonrisa.
No lance la reprimenda que me haga callar lo que siento. Hoy no quiero. No puedo. Lo siento. Es REO Speedwagon, es ese diluirme en pinturas sin temer a que no me derramen aguarrás en las restauraciones museísticas. Ya van dos vasos rotos sin estar borracho. Llegó el momento de beber de la botella. Ya ve que soy un héroe. Llegó el momento de eliminar las evidencias y luego ser declarado culpable. Lo irremediable. ¡Qué mala pata tiene el pirata!
¡Harto! ¿Cuántos hilitos de sangre más deben correr para detener el duelo de espadas, o el rasguño de los gatitos por no querer bañarse? ¡Basta! La guerra no es el camino y termine de descargarse. El sofá está cansado de sus berrinches rojos, la sala de música presenta resquebrajaduras asquerosas de tanto volumen y descontrol. Está por todas partes. Ya, cálmese y disfrute del vinilo que le habla sobre los cambios de vida, en el minuto de Nueva York.
Eagles, otra vez. Descanse, poeta, que sus inseguridades trascienden hasta por el páncreas o por la espina dorsal. No, no y no. Déjese de tonterías y dedíquese a su recuerdo, a aquellos sueños en donde vive y perdura junto a la reina absoluta, la que no puede ver ni tocar.
Apure el silogismo que espanta inferencias e intuiciones. Deje de estar borracho de rubias que le hablan al oído sobre pasiones tentadoras. No desespere, que un angelito lo despertará en territorio amigo, luego de tantos campos minados por ninjas y francotiradores.
Beba la causa y el efecto. Atesore el grandioso signo que inventa una pizarra con dibujos de ella en tizas de arcoiris. Hay que ser dignos hasta para robar un color. La importancia radica en ser paciente, porque excalibur aguantó tanto tiempo en la roca y la mesa cuadrada terminó por ser redonda.
Déjese de filosofías y continúe su delirio. Las venas se van quedando sin flujo. Moretones por todas partes. Está enfermo. Necesita recostarse.
La fiebre lo llevará a otras visiones. Un beso que se hace sapito y luego ovejita y más tarde un verdadero beso. Ay! Cómo la extraño, mujer de luz, no me deje tanto tiempo en la cronopiada del silencio, que este tiempo no es el mismo del relojito cucú de la pieza. El tum tum a diez mil por minuto vuelve como la onomatopéyica que salva. No. Su presión arterial está altísima. Vamos, que todavía tiene remedio.
Acumule la energía, que le hace falta todavía. Piense que soñarla es la verdadera poesía. Pues claro que lo piensa. Entonces, está bien. Va recuperando el pulso. Viva, respire, inhale, exhale, agarre su manito y reconstrúyala en dibujitos cerrando los ojitos. Entró al mundo cool. Jazz, saxofones y sexofones de alta alcurnia, ritos de Ars Amandi que se hacen paz, noble fe, dulces sueños, amor.
Bien. Ya se está estabilizando. Siga con el vinilo y vuelva a su adoración sagradamente secreta. Recobre la esperanza, la salud y la consciencia de sentirla eterna. Muy bien. Así se hace. Ahora que ya me escucha, le pido encarecidamente: ya no me rompa los vasitos de vidrio, que tengo que seguir sirviendo pociones mágicas. Mañana es 14 de febrero y me está ahuyentando a la clientela. ¡Explótese los granitos de la cara, si tanto molestan! ¡Ya no tire los vasos al suelo! ¡El servicio de limpieza me persigue con las horas extra!
Inventé una excusa entre recuerdos del pasado solo para no hablar sobre el presente que verdaderamente me importaba. Volver a calles viejas y paradas tan queridas en un tiempo distinto hoy significaban nada. Mi mente estaba posando su atención al punto en donde tú estuvieras viviendo a través de la música, siendo feliz.
Dos conciertos en atmósferas dispersas, uniéndose en una sinergia de palabras sobre bulevares de sueños rotos y altas horas de la madrugada, contemplando desnudeces del alma. No me importaba en dónde estés, aunque sí realmente importaba. Son esos contrapuestos que aspiran aromas perdidos en una burbuja espumante de las espirituosas que traicionan y crean resacas poco amables.
La noche se hizo fresca y se posó en la ronda de amigos, mientras la bruma acariciaba a la luna en esos laberintos de nubes púrpuras que no encuentran la salida ante tanto juego del placer. Te extrañaba ,y callarlo todo con la sapiencia de los anacoretas traían su incógnita maniquea sobre lo que es el cielo y el infierno.
Sufrir por una distancia inmedible, inmarcesible, incontenible, incivilizada y tan sublime, que era ese navegar ruinoso por callejuelas de la lujuria y el crimen en una ciudad con nombre santo. Desbordaba el brindis, las cosas que se sienten y las alegrías por saberte risueña, libre y, como nunca antes, sentirte una reina de la vida entre las camaradas que te acompañarían en cada locura, cada historia, cada ciencia noctácmbula del Verbo.
El telón se abrió y el hombre de la guitarra desafinada entonó sus coplas ingeniosas de «ombliguitos» y «ámame, quiéreme, dulzura». La camisa azul y los jeans con bolsillos hasta en las rodillas, más la ajada alpargata beige, le daban la etiqueta del trovador moderno que vivió bajo esclavitudes entre los cronómetros y regalos de cumpleaños, pero con falsas esperanzas. Lo underground trasuntaba panoramas de fe y soberbia, tras esa confesión modesta de haber sacado más de 5 discos y haber conquistado su propio estilo. Aquella referencia de Arlt dictada por Cortázar nos situó en el mismo campo, en el mismo espectro de lo dicho y captado en un lenguaje de espejos, en capas y magnitudes que se insertan en las dictatoriales categorías y niveles, los favoritos de la crítica.
Quien fuera ese niño disfrazado de viejo cantor, había traído la respuesta a tantos versos que se construyen desde diversas alturas, en multiplicidad de formas: abrazarla y mirarla solo para que la felicidad sueñe con sus miles de caras, las que ansío y no busco, las que persigo pero no alcanzo, las que sueño y las que atesoro como el amor que no puede nacer por los obstáculos y realidades que se imponen y cortan las alas.
Desde ese plano de los sueños, permanece el besito en la nariz, el abrazo que se agiganta como olas hacia las rocas, el preludio de mi fe hacia su fe y la permanencia de la magia que nos profesamos en un dulce suspiro de nuestras profundas galaxias. No busco clichés ni bombones un día antes del 14 de febrero. Quiero convertirme en viento para esparcirme entre sus ojos, trasmutarme en una lágrima de felicidad que baja hasta su rostro y se mezcla con la sonrisa que se magnifica en perlas y diamantes de su existencia de luz y sombra. ¿Sabe que hasta las gotitas de agua tienen pequeños relieves de oscuridad? Cómo me gustaría que nuestras sombras puedan vivir en su propia luz, en entre soledades que se reflejan en el más allá de las constelaciones. Me alegra saber que haya llegado sana y salva. La vigilia y la custodia no podrán ser contadas, ya que lo establece la naturaleza caballeresca. Una quijotesca ante los molinos gigantes. El Nocturno de un nosotros en posibilidades ínfimas de lo real se esconde en ese otro umbral que sí nos corresponde y podemos darnos una aventurera oportunidad. La música nos dijo la verdad.
La tristeza fue seguir pretendiendo, al establecer silogismos y consecuencias, sin determinar causas o efectos posibles. Nos hacíamos más daño del que hubiéramos previsto, como ese interminable aborrecimiento de las culpas, sin que pudiéramos en verdad conocernos a profundidad. Ya no sabíamos en qué pensar. Nos perdimos, sin la posibilidad de recordar a nuestros respectivos rostros.
Así, se fueron diluyendo las esperanzas más tácitas y más escondidas. Llevaste el libro de Gastón Leroux, con ese secreto del perfume de la dama de negro. Nunca lo supiste. Tal vez no te atreviste a revisar la última página y exhalar ese epitafio, esa indiscutible agudeza de Joseph Rouletabille para asegurar que las historias dejan de escribirse simplemente porque ya no hay ganas de seguir contando.
Entre tus manos divagaban los recuerdos. Esos momentos tan atesorados por dos almas que – sí, así fue – se habían enamorado. ¿Para qué dar más vueltas? Era el juramento sempiterno, la nostalgia y la congoja, el periplo de la última hermosura de nuestros cuerpos bailando a oscuras, sin la presencia de espíritus malignos. Perderte, sin que la vida dependiera de ello. Hoy era esa la respuesta, como para atragantar a las frases de amor.
Nos olvidamos. Nos entristecimos porque el Alzheimer fue mucho más fuerte. Esa obligatoriedad del constante recuerdo nos imponía acaso barreras demasiado sensibles, universales mandamientos que solo se agotaban en sí mismos, porque ya no podían vivir en su propia luz. Eras la metafísica, la razón y la simetría de una noctívaga ilusión, que se dormía en las sombras de ese salvajismo sádico y prohibido, compuesto para ti y vedado para los comunes.
Aspirábamos el cielo, con bocanadas de olvido, regalando humos que empañaban a los tiempos del baile de a dos. Princesa, eras la bailarina de la caja de música mientras el poeta imaginario entonaba una melodía y te daba cuerda cuando empezabas a bailar. La cordura se había extraviado. No existía tiempo ni absoluto, porque el silencio pudo hacernos significar aún más en el dominio de los juegos mentales. La obligación estaba allí: en ese verte de tanto en tanto, agachando la cabeza y sucumbiendo a la caricia insensata, incitando al vaivén y al delirio, en esa clásica postura del jinete y su montura. Tambaleaste en la última vuelta, adelantándonos al simulacro y a la falsa alarma. La vía láctea podía esperar aún más. Sí. Seguimos, retomamos el curso del viaje, mientras el navío ebrio de tu amor, fue el custodio de tus exasperantes gemidos.
Te adentraste en el espeso bosque de juncos, entre eucaliptos e inciensos. Sí, nos penetramos como se penetran los piratas a punta de espada, o sencillamente, como la cuchillada más ruda, a sangre fría, a oscuras y a solas. Nos perdimos, dejamos de hablarnos, y nuevamente el amor se esfumó, reescribiendo el triste epitafio: “La soledad es ese estar contigo, rehaciendo y deshaciendo el arte de vernos, olvidarnos y amarnos”.
Sobre lo que quiero decir y no puedo: es usted hermosa.
Pensamientos: subir a un escalón más próximo a su belleza intelectual y mística.
Sentimientos: Vivir en otro universo ante la magia de su sonrisa.
Momentos: el saludo distante que alimenta a la fábula y a los instantes eternos.
Motivaciones: Sonreír ante su mirada, depositando la fe en todas las criaturas de la Tierra.
Sueños: Tomar su mano sin miedos y esperar una cachetada imaginaria, solo para atravesar complicidades de ternura.
Esperanzas: Buscar una sempiterna sincronía bajo el manto de la poesía.
Alegrías: Verla brillar feliz e hipnótica hasta por debajo de la mascarilla.
Tristezas: cercanas lejanías y reconocer palabritas que encierran sentires más profundos, en silencio.
Deseos: Abrazarla en compensación por aquel tiempo avaro en donde nuestras respectivas órbitas no giraron en la misma galaxia. Aunque las leyes no sean retroactivas, nuevas certezas permiten otras cláusulas que trascienden posibilidades, tácticas y estrategias en un propio tic tac de los cronopios.
Divagaciones: Darle un beso puro solo desde el aire, para el deleite de los ideales azules.
Ensoñaciones: Viajar sin brújula hacia nuevos horizontes, entre pajaritos rojos y azules.
Filosofía: Vivir = Su corazón feliz, su alma feliz. Resultado: Poetas felices, bohemios felices.
Moraleja: Respetar cada rincón de su ser sin miedo a fronteras, para seguir brillando junto al Sol.
Los consejos de los amigos siempre fueron eficaces. Había que jugar con prudencia, analizando cada movimiento, cada carta disponible. No se trataba de perder, sino de seguir en el juego y considerarse infalible. Pero, la experiencia nunca estuvo de nuestro lado. Los otros, por supuesto, acrecentaban el goce del amor entre “contactos estrechos” sin guardar cuarentenas sentimentales.
Utilizar términos de pandemia para describir etapas de crecimiento tal vez hoy pudiera resultar positivo o negativo. Risas. Había un problema que podía denominarse exceso del pensamiento, un anticiparse a las posibles consecuencias si se incurría en un mal despliegue de piezas. Ajedrez. Casillas sin nombre y pecados pasionales cometidos en la mente.
Finalmente, esos remordimientos mostraron una fórmica de femme fatale en una noche más noir que otras noches de detectives con mucho por perder, demasiado por atesorar. Las escenas hoy transcurren en flashbacks, pero en la persistencia de una imagen sensorial que difícilmente podrá olvidarse: el habitáculo de un vehículo impregnado con el perfume ansioso de dos cuerpos semidesnudos, en medio de una tormenta que trajo la incógnita.
Lo clásico en dispositivos modernos. Por mensaje de texto, el encuentro fue concertado en medio de las contradicciones “a regañadientes” y ser empujado por algo más que la curiosidad. Minutos antes, la doble barra de un bar que daba hacia la calle y una botella de cerveza que fue bebida para esa inentendible frase: “tomar coraje”. Ser valiente y reconocer que con solo un beso impuro podrían romperse todos los esquemas, metodismos de la moral cimentados por caparazones de tortugas.
Ella detuvo su vehículo y abrió la portezuela del acompañante. El primer contacto de miradas trajo esa certeza innegable: el deseo debía dictar su última palabra. La magia suspiraba en el aire y el “babelístico” intercambio filosófico del bar se perdió por detrás, mientras algunos perros ladraron cerca de la bodega rival.
Luego, estaba el camino y sentir que el corazón latía mucho más fuerte que otros motores, pasar por callejones con carteles retorcidos y sin postes de luz, agradeciendo al municipio por regalar tanto misterio y por no delatar a los culpables. Miradas de reojo, anticipando un concierto de pieles que se erizaban mucho antes del roce, divisando panoramas que solo pueden disfrutarse más de cerca, más cercanos al fino secreto.
Detalles adicionales: la sonrisa de par en par, la boca que se nutre de frases y nombres de canciones favoritas eran resquicios que cada vez más se incitaban a una degustación salvaje, pero todavía discreta. Con blusas y vestidos de colores primaverales, ella se convertía en el arcoíris nocturno que ardía en silencio, en un salvajismo demasiado pulcro, dulce e impecable.
Un poco más arriba, las nubes amenazantes teñían de púrpura los cielos distantes. El aguacero debía llegar para purificar tanto maleficio de ese encuentro de memorias recíprocas que se buscaban y se escribían al ritmo de la caricia y del rechazo de los antiguos amores perdidos.
Quedarse en una esquina triste y ser echados por el vecino de enfrente que vio movimientos raros no detuvo a los escozores internos y externos. Era volver a ponerse en marcha, buscar un lugar mucho más despoblado en una capital repleta. Las luces de neón marcaron el sitio sagrado, sin cámaras fotográficas o testigos del espanto.
La música nació entre parpadeos infinitos y una promesa del “nosotros”. Pluralidades. Olvidarse de uno mismo para compartir el mismo cigarrillo imaginario. Todo era sublime. Dejar de lado a aquellos academicismos de aula para pasar a otra lección más próxima al vino añejado, a lo exquisito de un “mano a mano”.
Y todo adoptó su verdadero tono, su verdadera esencia, su relato en primera persona: “Hablabas, amor, y nos mordíamos la piel en ese juego de intercambiar besos sin preocuparnos por los rastros del mañana que se divisarían en los horarios de trabajo. Las miradas lánguidas que se adormecían, guiadas por aquella selección musical que preparaste para la ocasión perfecta, tu oportunidad para consumirte conmigo en un fuego irremediable. El temblor te delataba cuando mis manos se dispersaron por debajo de tu vientre, queriendo sacarte la ropa, en una inocente travesura. Lo aceptaste y me miraste con esa ternura del dejarlo ser, sin remilgos ni reproches».
«Estabas hermosa y, aunque una posesión pudiera formar parte del libreto preestablecido, sabíamos que las palabras dictarían su condena. La Serpiente Blanca nos acompañaba y, como por arte de magia, dijiste la palabra que un hombre tal vez pudiera esperar. Pasar al asiento de atrás suponía un nuevo truco, la nueva sensación que solo podía disfrutarse sin inhibiciones del alma. Abrazar aquí, allá, en todas partes, juntar tu mejilla contra la mía e inevitablemente balbucear el lenguaje de esperanto, entre otras serpentinas que revoloteaban en un intercambio de alientos solemnes. Como para reforzar todo aquel sacrificio de una antropofagia cómplice, lanzaste el conjuro y quedé a tu merced. Tomaste el control. Te miraba desde arriba como la nueva emperatriz dominante y sucumbir era el mensaje del súcubo. Senos que cabían en la palma, asistiendo al convite concupiscente del satánico pandemónium. Alas del diablo, me sorprendías con ese lado oscuro que para mí ya era tentador y mucho más claro. Nadie supo cuándo llegó, pero aquella tormenta no nos defraudó y fuimos más al fondo. Un teléfono celular zumbaba en un bolsón, pero hacerle caso solo nos traería un quiebre de las emociones, el fin del contrato acordado por ambas partes. Te movías por encima de los jinetes más expertos y tu cintura se amoldaba a la mía en la sincronía de nuestras erecciones y lubricaciones. Me sacaste la camisa y tu carne se fundió con el torso, en un nuevo viaje apretujado de los alfileres entre multitudes. Me pediste que suba y comencé a mirarte desde abajo. Me viste recorrer cada fibra y ser sobrio en esta parte de la historia no estaba dentro de lo previsto. Fantasías ocultas, tomarte por la cerviz y besarte, morderte hasta que tu respiración se exaspere, se entrecorte y vuelva a seguir fluyendo en su sangre, nos llevaba a lo más peligroso, a la explosión más descarada. Nos mirábamos y te hice una seña, apuntando hacia abajo. Murmuraste palabritas sucias y jugábamos a bajar desde la clave fatal: cabeza, tronco, extremidades, centro sur. Pero, hasta ahora desconozco qué fue lo más fuerte que nos detuvo e hizo que me quede a segundos, a centímetros de remover el candado de una puerta de gloria. La llave se quebró cuando dijiste que era demasiado tarde y que un país firmante ya se preocupaba por el porvenir de la otra nación. Y, entre el desconcierto mutuo, paramos. Nadie sabe lo que pudo haber pasado si me dejabas continuar. A pesar de todas las circunstancias, de todos los chismeríos y rumores ante los cuales debíamos hacer frente, guardamos silencio y la historia quedó tatuada como un sello de amor inconcluso. No hubo alivio, ni redención ni esperanza».
Los detectives no revelan a su clientela ni tampoco hablan sobre sus gestas más loables. El caso de la calle perfumada perdurará en la memoria de los protagonistas, con detalles mucho más profanos. Los amigos se darán cuenta que un hombre, considerado como el más pueril de todos los camaradas universitarios, ya tiene el Averno ganado.
No estaba de más el decir que estábamos calientes. Durante bastante tiempo nuestras miradas se atolondraban y nacían desde un mismo fuego. Desde su boca partía el más particular deseo de sumergirse en un delirio de burbujas salivales. Era un más allá de la lascivia o del recurso judicial para escapar de ciertas investigaciones. todo se enmarcaba dentro de la certeza sin secreto que era únicamente amarla entre las luces tenues y un oscuro refugio perfecto.
No importaban los nombres ni los sospechosos habituales. Acudíamos a L’ Isle seguros y extasiados, sonrientes y errabundos, como dos enamorados sin tiempo y con fe, demasiada fe. El punto de encuentro: un estacionamiento. El primer cómplice de nuestros arrebatos más al límite de las locuras y las incoherencias. El dilema pasaba por dejarte una pequeña marca en el cuello o permitir que mi lengua se inserte en tu oído derecho, como el último terciopelo azul del encanto.
Luego estaba la dialéctica sobria del detective y la Femme Fatale, regalándonos el cuerpo sin que el Whisky o el cigarrillo nos sobrecargue la escena. Amor 77, glíglico y una antropofagia previa a los delirios del año 1969. Abbey Road. Something. Nuevamente el boomerang nos reencontraba en el contacto más sublime e íntimo. Bastaba con mirarte para entender que el universo converge perfectamente en la conjunción noble del corazón latiente. Me besabas, princesa, y ese último párrafo no quería escribirse. Sin trabas, me guiabas hasta lo más profundo de tu sur de horizonte. El elíxir, la copa mágica, la fuente húmeda de miel y música, perfumada por el suave césped y su rocío. Amarte. Amarte fue, era y sigue siendo la verdad más eterna, sin explicaciones ni circunloquios. En ese amarte no hay balbuceos ni temores. El amor que te profeso no se enmarca dentro de esos clichés del romance. No hay palabras para describirte en cada suspiro de mi alma. Es la secuencia más sagrada.
Acariciándonos, mimetizándonos en la piel del otro, es el grito del orfebre al culminar su más infinita obra. Experimentamos una metamorfosis y por fin pudimos ser más que un reflejo, amándote y yendo hacia ti misma, y la ecuación se detuvo en el místico ~. Puntos cardinales, extremos, medios y centros. No había más fórmica bella que tus senos de mármol griego. Más allá del Marqués de Sade, el Trópico de Cáncer y la ninfomanía Chatterley, nuestro amor alberga fantasmas, espectros,
demonios, ángeles y dioses. Nos amamos como solo nosotros sabemos amarnos y el silencio nos regala ese capítulo 7 enrayuelado. Dear, my dearest love. No answers, no goodbyes, no more asking for reasons. Solamente amarte con el amanecer del sol, el murmullo de la tarde, el crepúsculo adorable, y una luna de devoción. Y en nuestra madrugada, el tiempo juega a ser un sueño, mientras hacemos el amor.
Siempre había algo más en ese mensaje, en esa frase de acometidas y apresurados reclamos. «Piensa en mí», como la condición imperativa más ajena a la posesión del otro. No era el «siempre pienso en ti», dado y prodigado a vuelo de pájaro o en el rutinario rito del vernos todos los días. «Piensa en mí», y allí estaba el misterio. No nos ataban cadenas evidentes en ese ir contra la corriente de los días. Ocultábamos el desencuentro dejándonos llevar por las causas y por los callejones del suplicio. No éramos autocríticos. Hablábamos poco porque las horas taciturnas eran nuestro emblema, nuestro motivo ausente.
Escribirnos en la piel con miles de puntos suspensivos, a vaivenes desprolijos, ansiando con las manos descifrar susurros, aires y voces que se ahogan, perdiendo el sentido. Un punto mayor arremolinandose en el centro de tu fuente de vida, un pequeño puerto en donde las circunferencias inexactas de unos labios inexpertos, buscan seguir auscultando el flujo del capricho y la deshonra a destiempo.
Variaban los movimientos y el «piensa en mí» era un ilógico pedido estando juntos. O tal vez no lo estábamos. Obligando a pensarte, a robar cada alegría y pena tuya, a sonreír o a llorar como un mismo reflejo, un delirio de autómatas apresurando un forzado Te Quiero.
La historia permanecía con la misma crueldad avara. Tu rostro distante, inequívoco e inconfundible, pero indescifrable. Arrebatada al ir y venir de las quejas y súplicas, el detenernos hubiera sido un crimen cobarde. Seguías entonando la balada del recuerdo, mientras los besos sufrían descortesías en rincones ocultos del cuerpo. 69. Nada que decir, salvo probar. Una ocurrencia pseudo pagana del Cantar de los Cantares. «Miel y leche bajo tu lengua». El gemido, el silencio del placer.
Y no había recuento del día. Sin preguntas, arrojábamos más dudas a lo nuestro. Tomarnos el atrevimiento de convertir a uno una historia de dos desconocidos. «Piensa en mí», sabiendo que el bar cerró a la medianoche y el vino huele a rancio. «Piensa en mí», entendiendo que la cama renació de las cenizas al quedarse con tu perfume. Irremisiblemente, el que te piensa desde hace años, hoy alimenta un nuevo infierno, porque sin admitirlo, teme que también otro te piense. El riesgo de los que viven sin decirse nada, sin esclarecerse, sin redimirse.
En la oscuridad cobra forma tu verdadera piel. Hay sombras que delinean contornos perfectos, combinando a las palabras del recuerdo con la soledad de una ajena invención. No es un boceto de tu sonrisa luminosa en el apagón y el silencio. No se trata de agravantes ni agravios que recrean fábulas prohibidas y antropofágicas. Es un misterio que se construye en la diversidad de los rasgos que te circundan, mientras la arcilla se corrompe con las manos trazadas al vacío.
Tratamos de olvidar el pudor, con la constancia de saberte ausente y presente, como la corrupción de todos nuestros sentidos. Apegados a un sueño que se sueña dentro de otros sueños, nos hundimos en los besos y en las cadencias de una mirada lánguida, asumiendo que no podrá existir el despertar único hacia una realidad altisonante.
Asomas el rostro entre tinieblas y balbuceos, con el hablar suave y pausado, como entre susurro, para regalar un nuevo código a los juegos del placer. Dices mi nombre impronunciable, mientras aborrezco el tuyo por el simple temor a revelar nuestro secreto. Respiramos un oxígeno ajeno a los mortales y no debería mezclarse en esa tabla periódica de elementos que vive del cianuro y del bromato de amonio. Triste ciencia de lo incoherente y petulante, me callas y nuevamente me besas. Ese es el verdadero Ars Amandi.
En la oscuridad te pienso rubia, morena, negra o caucásica. Asumo un bosquejo de tu cuerpo, entre simetrías vagas y estrías sin vicio previo. Te imagino sumisa, proclive a la exasperación o al atraso del orgasmo. Hay puntos altos, medios y bajos, porque es una realidad que no la veo, pero la siento. Criatura noble e innoble, dual e individual, moraleja y paradoja, oraciones bimembres y unimembres, espejo y reflejo, realidad y fantasía, vos y vos, yo y mi otro yo, nosotros dos y un no nosotros dos. Juegos de palabras que incitan al desequilibrio, a las virtudes del sesenta y nueve con sus inversiones y reversiones.
Sí. Imaginería. Cursi recuento del vacío. Hundirse en la nada que transforma constantemente tu ser y ya no hay respuesta. Savia, áloe o ajenjo. Jazmín, rosa, mirto. Amor, sexo, muerte. Tu voz me adormece, la unión de nuestros cuerpos nos va excitando sin remedio, viajamos lejos sin dormir. Apuramos el te quiero y la vida cobra mayor sentido, en ese eterno crearte y destruirte a oscuras, sin miedo.