
La forma en cómo me besa, en ese juego disperso e íntegro, como las fábulas de sueños que embelesan, me lleva a pensarla y sentirla en cada resquicio de la existencia.
Suena John Coltrane y todavía su perfume quedó inserto y perenne en mi alma. Atrapado con la guardia baja, tácitamente a la expectativa, como queriéndolo entre líneas, llegó como un abrazo, transformado en beso de cerviz que se expandió fragante hasta el algodón de una remera de The Beatles. Repaso la escena de balcones una y otra vez, mientras la memoria delimita un culto a su esencia, atesorando su nombre de estrellas. «Somewhere In Her Smile She Knows, That I Don’t Need No Other Lover».
El vino recrea su arcilla a cada sorbo, a cada paso dado entre suaves mordidas y recuentos de la piel, mientras su amor y su libertad lanzan conjuros mágicos con palabras advertidas por el vicio y el deleite. Me apuro a besarla, recorrerla en sus bifurcaciones, dormirme en su cabellera negra enmarañada, y la esperanza es brillo de sol, es brillo de luna. Nos quemamos o nos enfríamos con la pasión que nos remite a ser extraños enamorados de las sincronías y las contradicciones. Las incógnitas se abren y hay otro nuevo pasadizo para poder mirarla. Las bóvedas de sus ojos negros, un abismo al cual aferrarme. Sí. Presiento un fondo de luz tan preciado que terminaría subiendo estando tan abajo. ¿Quién dijo que el infierno es abajo y el cielo es arriba? Con la infinitud de ambos, navego por usted, hasta usted desde usted misma, con la inmarcesible beatitud de extrapolar lo que siento sin temor al portazo, a la tristeza, a las vicisitudes. Le confieso cronopiadas absurdas: usted me genera escozores, usted me hace temblar. Sístole y diástole. Terapia del alma, sesiones y anhelos del corazón. Introspección. Cronopio, su diagnóstico es sencillo: está vivo y sabe que no tiene remedio. No se curará y no se cure nunca. Locura, sonrisa, altar. Fe, sonmolencia, languidez, amor, paz.