
Salir de vacaciones siempre representa un desafío, más aún cuando las circunstancias son forzadas, obligadas o necesarias. Aun así, resulta hasta frustrante el hecho de tomarse unos días de desconexión del universo en el cual orbitamos para toparnos con otro universo que nos circunda, que nos rodea, que nos somete y nos esclaviza. Es difícil ponerlo por escrito. No todo resulta tan malo como pudiera parecernos. Pero, sí. Está ese reencuentro con uno mismo, con sus canciones favoritas, con sus libros pendientes, con sus ritmos cambiantes y su otro humor, el de la soledad y del silencio.
Pese a toda esta rimbombancia del lenguaje y los anhelos o deseos de paz en medio de la guerra, uno se topa con obstáculos: sonidos familiares que vociferan que ya está listo el almuerzo o la presencia de foráneos que realizan mejoras en la casa, se complementan en este desarrollo de la trama que “sin querer queriendo” vamos retratando en un ejercicio de estilo. Volver al estilo, sentirse cronopio por un momento al utilizar cada “ruido” como elemento para un nuevo esteticismo, capturando flores de belleza en un invierno lakista sin lagos próximos en la ciudad del amor.
Todo vuela, ruge, y el escape no es pleno, no es total: hace minutos una ambulancia aguzaba los tímpanos con su sirena incesante replicada desde distancias relativamente considerables; en otro momento, la espátula y la pala del constructor chirriaban al contacto de la losa mientras se elaboraba la mezcla de cemento para la nueva habitación planeada desde hace tiempo. Queríamos estar solos, hablar en voz alta, reírnos a carcajadas y subir el volumen en un solo de saxofón del loco de Marsalis. Pero, no hubo caso. El choque fue furibundo, acusamos el impacto y guardamos silencio, mientras un ser de luz presentaba las noticias del día en medio de las convulsiones políticas y allanamientos fiscales por encargo de los mafiosos y poderosos. Sí. Fue inevitable agarrar la computadora portátil, refugiarse en lo más profundo de la calma interior para recobrar miradas en secuencias fílmicas.
Contemplar a la cámara imaginaria, sonreír ambos ante un mismo espejo de esperanzas y complicidades, fueron el zumo más perfecto, más sublime, entre relieves y magnitudes. Parecidos en sus búsquedas, en sus afanes y anhelos por recorrerse como brújulas ya consabidas, retornando al exacto punto de encuentro, al interminable muelle de las plenitudes, el manuscrito dictado entre caricias que se escriben y se sienten sin perderse de vista, leyéndose, auscultándose, mirándose, cerrando los ojos, Braille y no Braille, recuperando aliento para descifrarse los ojos entre códigos y susurros vigilantes, desde lo más profundo del alma.
Es un pequeño sueño entre el espacio y el tiempo, un relicario preciado de gratitud que se posó por siempre en la suave noche de verano, rostros risueños en el dulce despertar del otoño, besos tímidos, al roce, el regalo más hermoso en una previa de cumpleaños. Ser felices, estar en paz con nosotros mismos, reencontrarse sin nunca antes haberse visto. Nadie sabe, nadie supo. No se pusieron etiquetas, no se regalaron nombres. Respiraron en ese mismo aire de amor que no debía decirse, ni especularse, ni afirmarse, porque se temía lo peor; que uno de los dos resuelva el misterio y se disuelva magia. Quedaron puntos suspensivos…silencios que sueñan volver a ser compartidos en un abrazo que tal vez podrán ser dados en otro lugar, o en otro momento, en otra cosmogonía mística del tiempo. O, tal vez, ya no. El cinismo es ordinario, inoportuno, superficial y poco eficaz para horas sin palabras. Del otro lado, la fe aguarda paciente y agradecida al brillo de sol.
Después de mucho quejarse por los salvajes ruidos citadinos, una sonrisa iluminaba el rostro de nuestro escritor predilecto. Tomó valor e hizo clic.
Enviado al correo electrónico. Percepciones, sensaciones, divagaciones estrafalarias y bukowkianas. La prosa era inquieta, cuasi poética, con visos de perdurabilidad y profundidad desde lo sinceramente etéreo. No era una buena señal. Gejor se había enamorado y estaba de vacaciones. El jefazo tuvo un dilema: sabía que los sentimientos de este buen señor alegrarían o arruinarían el desayuno de los lectores internautas en el tercer domingo de agosto. “Se imprime”, dijo el capísimo olvidando sus referencias latinas ajadas, recordando que durante sus semanas de “break” invitaría a su viejo redactor a una ronda espirituosa. Al menos, – pensaba -, pudiera contribuir con otros brebajes de un imposible nepente. Recordar para no olvidar.