Como una dicha gigante a punto de desbordar un vaso de esperanzas, nos entró esa locura sin nombre de sentir cosquillitas en el vientre a una edad de delincuentes. Y pensar que una mirada divisó a los lejos una tierra firme en la inmensidad de un mar del nuevo mundo ante todos desconocido. 1.492 fue el año histórico que una vez se transformó en una inconcebible pérdida de dinero por no llegar a tiempo a la mesa de lotería que ya entregó la jugada del día.

Todo pasa y queda cuando nuestros ojitos terminan encriptándose en magnéticos mensajes que llegan hasta el alma. Antes, mucho más allá del antes, está la complicidad virtual de inventar figuritas virtuales de lechuzas que se saludan con manitos al pasar por otros laberintos, secretos que solo se bailan en el dos más dos es igual a uno. Rogaría que nos disculpe por este arrebato de los saludos en ternura.

Aunque estemos grandecitos para miradas «achinadas» (no es racismo), ese juego nos retorna a la vida de nuevas pausas y dulces treguas. Un rincón, un resquicio que nos devuelva la felicidad, todo en una conexión mística que trasciende palabras y se transforma en rayitos de acciones diarias en medio de todo ese brillo de sol que se refracta en su ser de infinitas gemas y diamantes.

Pero no olvidemos lo que se siente pensando en lo kafkiano, lo torpemente descifrable en medio de una certeza tan previsible pero que uno acepta riendo. Lo absurdo es trazar un corazón con los dedos y atesorar un instante en miradas que se conectan por encima de los cristales. Lo irremediable es tararear su nombre entre cancioncillas tan queridas pero que nos envuelven en su esencia en pleno horario laboral. ¿Me envía una sonrisa de susto y que pueda salvarme esta noche? ¿Dejará que caiga en sus brazos o usted caerá en los míos? ¿O, en realidad corregiremos la expresión y subiremos juntos?

Usted entiende que el encanto nace y crece, sobre todo cuando nos miramos con esa arteria tan propia de la letalidad y la magia. «Ahora esa mujer va a sonreír», piensa el cronopio lechuzo que rememora escenas rayuelísticas del delirio Oliveira, y todo regresa a su camino cuando siente que también se torna protagonista en la sonrisa de ella, como una continuidad de los parques pero con las hadas trayendo alegrías con puntos suspensivos.

Personalmente, no dejaré de mirarla desde el balcón, aunque esto me cueste la broma shakesperiana de una escena amorosa de Montescos y Capuletos. Pero la alondra y el ruiseñor nos acompañan en el concierto de la luna y sus estrellas, y me importaría horriblemente y hasta con pavor infantil darle un besito en la nariz, desearle buenas noches y lanzarla al baile de los monstruos, entre ronquidos y zumbidos de búhos y sapitos tan contentos como estamos nosotros.

Hablar por los dos resulta argelísimo, porque la libertad es nuestro sello más preciado. Mirarla y sentirla libre es soñarla eterna en un paraíso sin brújulas, besando horizontes sagrados de infinita felicidad. No me mire con cara de espanto, que absurdamente pienso en usted, mientras un libro de poesía nos une en colores cuando nos tomamos de las manos. Cronopios absurdos, cronopios jugando al Ars Amandi, eternos, lechuzo y lechuza, enamorados. Shhh. No sea tan empalagoso. Lo siento. Abrazo de mirada y un abrazo con alitas calmas. Shhhhh. A dormir en amor y en música, brillo de fe. La veré mañana. Lo veré mañana. Shhhh. Usted sabe. Usted también. Lo sé. Lo sé. Shhh. Happy Owls.