Juego inventado desde planos imaginarios, reconfortándonos en verosimilitudes que solo existen desde lados mágicos. Como los mimos, llevar las manos al aire, superponer puertitas invisibles como blíndex para golpearnos la cabezota y esperar que la fineza de una esencia sea el pañuelito que revierta chichones. Empezar el partido en desventaja ya es trazar la épica, la hazaña, la heroica hacia el último minuto de las salvaciones.

En un arrebato del recuerdo, desde el hemisferio de memorias a corto plazo, la vocecita en un fondo gris te golpea la espalda y te susurra: hace rato tuviste tu esperanza. Mentalmente, repasaste la jugada que capturaste, repitiéndola en tu VHS cerebral. Reproducir y rebobinar a cada rato para no creerlo.

Allí la ves, acomodándose en la silla giratoria de cuero, mirando hacia tu dirección por debajo de la hendidura de la puerta transparente, en ese deleite de los aprendizajes cómplices. Al posar sus ojos en los tuyos, la cronopiada se dificulta por ese mar de gente. Por el magnetismo, «esa dialéctica de imán y limadura», dejaste de escuchar a los amigos que te agradecían por cubrir sus vacaciones y acompañas la mirada saliendo de la pantalla por otros vidrios, rompiendo la tele.

Desde su lejana cercanía, ojitos y manitos se conjugan en el mensaje tierno que calla a todas las fauces indignas que se pasean por la vida real. Vos y ella. Tú y ella, solitos, alcanzándose y entendiéndose por entre la multitud que no los registra, no los sospecha y ya no los esclaviza. Comienzas a creer. El rinconcito seguía allí y los problemas técnicos solo eran meras teorías.

Te armaste de valor para avisar que el saludo se haría presencia física, a riesgo de quedarte mirándola fijamente en una sincronía de sentidos. Divino reloj. Te acercaste, y hubieras querido no incurrir en trabas, tartamudeos y balbuceos. Ella sonreía y no temía a las pausas incómodas.

Ay! Tu desventaja podría condenarte o salvarte pero, pobrecito, poeta, el tapabocas te hacía sudar. La gotita de sal se posó en tu ojito y ella seguro pensó en que querías llorar de alegría. De alegría infinita. No dejaste de mirarla hasta que llegó la hora del almuerzo. Te despediste con el saludo de puños, por debajo, más allá.

Se retiraron dándose la espalda, como obligados opuestos. Quisiste mirar atrás para saber si te salvaste, si ella pudo disculpar tu nerviosismo y tus inseguridades de niño grande. No se decepcione. No se desilusione. Vivieron en un mismo latido místico, en la dulce esperanza de algo posible en la realidad imposible. Gatear soñando entre estrellas de la mañana, caminar entre rastros de su perfume de flores azules, sonreír sintiendo su brillo de sol, recordar viviendo en la eternidad de su rostro, con la mirada que nos hizo más cronopios, más camaradas de luz y esencia. Felicidad extrema.