
La tristeza fue seguir pretendiendo, al establecer silogismos y consecuencias, sin determinar causas o efectos posibles. Nos hacíamos más daño del que hubiéramos previsto, como ese interminable aborrecimiento de las culpas, sin que pudiéramos en verdad conocernos a profundidad. Ya no sabíamos en qué pensar. Nos perdimos, sin la posibilidad de recordar a nuestros respectivos rostros.
Así, se fueron diluyendo las esperanzas más tácitas y más escondidas. Llevaste el libro de Gastón Leroux, con ese secreto del perfume de la dama de negro. Nunca lo supiste. Tal vez no te atreviste a revisar la última página y exhalar ese epitafio, esa indiscutible agudeza de Joseph Rouletabille para asegurar que las historias dejan de escribirse simplemente porque ya no hay ganas de seguir contando.
Entre tus manos divagaban los recuerdos. Esos momentos tan atesorados por dos almas que – sí, así fue – se habían enamorado. ¿Para qué dar más vueltas? Era el juramento sempiterno, la nostalgia y la congoja, el periplo de la última hermosura de nuestros cuerpos bailando a oscuras, sin la presencia de espíritus malignos. Perderte, sin que la vida dependiera de ello. Hoy era esa la respuesta, como para atragantar a las frases de amor.
Nos olvidamos. Nos entristecimos porque el Alzheimer fue mucho más fuerte. Esa obligatoriedad del constante recuerdo nos imponía acaso barreras demasiado sensibles, universales mandamientos que solo se agotaban en sí mismos, porque ya no podían vivir en su propia luz. Eras la metafísica, la razón y la simetría de una noctívaga ilusión, que se dormía en las sombras de ese salvajismo sádico y prohibido, compuesto para ti y vedado para los comunes.
Aspirábamos el cielo, con bocanadas de olvido, regalando humos que empañaban a los tiempos del baile de a dos. Princesa, eras la bailarina de la caja de música mientras el poeta imaginario entonaba una melodía y te daba cuerda cuando empezabas a bailar. La cordura se había extraviado. No existía tiempo ni absoluto, porque el silencio pudo hacernos significar aún más en el dominio de los juegos mentales. La obligación estaba allí: en ese verte de tanto en tanto, agachando la cabeza y sucumbiendo a la caricia insensata, incitando al vaivén y al delirio, en esa clásica postura del jinete y su montura. Tambaleaste en la última vuelta, adelantándonos al simulacro y a la falsa alarma. La vía láctea podía esperar aún más. Sí. Seguimos, retomamos el curso del viaje, mientras el navío ebrio de tu amor, fue el custodio de tus exasperantes gemidos.
Te adentraste en el espeso bosque de juncos, entre eucaliptos e inciensos. Sí, nos penetramos como se penetran los piratas a punta de espada, o sencillamente, como la cuchillada más ruda, a sangre fría, a oscuras y a solas. Nos perdimos, dejamos de hablarnos, y nuevamente el amor se esfumó, reescribiendo el triste epitafio: “La soledad es ese estar contigo, rehaciendo y deshaciendo el arte de vernos, olvidarnos y amarnos”.
04/04/2016