Los consejos de los amigos siempre fueron eficaces. Había que jugar con prudencia, analizando cada movimiento, cada carta disponible. No se trataba de perder, sino de seguir en el juego y considerarse infalible. Pero, la experiencia nunca estuvo de nuestro lado. Los otros, por supuesto, acrecentaban el goce del amor entre “contactos estrechos” sin guardar cuarentenas sentimentales.

Utilizar términos de pandemia para describir etapas de crecimiento tal vez hoy pudiera resultar positivo o negativo. Risas. Había un problema que podía denominarse exceso del pensamiento, un anticiparse a las posibles consecuencias si se incurría en un mal despliegue de piezas. Ajedrez. Casillas sin nombre y pecados pasionales cometidos en la mente.

Finalmente, esos remordimientos mostraron una fórmica de femme fatale en una noche más noir que otras noches de detectives con mucho por perder, demasiado por atesorar. Las escenas hoy transcurren en flashbacks, pero en la persistencia de una imagen sensorial que difícilmente podrá olvidarse: el habitáculo de un vehículo impregnado con el perfume ansioso de dos cuerpos semidesnudos, en medio de una tormenta que trajo la incógnita.

Lo clásico en dispositivos modernos. Por mensaje de texto, el encuentro fue concertado en medio de las contradicciones “a regañadientes” y ser empujado por algo más que la curiosidad. Minutos antes, la doble barra de un bar que daba hacia la calle y una botella de cerveza que fue bebida para esa inentendible frase: “tomar coraje”. Ser valiente y reconocer que con solo un beso impuro podrían romperse todos los esquemas, metodismos de la moral cimentados por caparazones de tortugas.

Ella detuvo su vehículo y abrió la portezuela del acompañante. El primer contacto de miradas trajo esa certeza innegable: el deseo debía dictar su última palabra. La magia suspiraba en el aire y el “babelístico” intercambio filosófico del bar se perdió por detrás, mientras algunos perros ladraron cerca de la bodega rival.

Luego, estaba el camino y sentir que el corazón latía mucho más fuerte que otros motores, pasar por callejones con carteles retorcidos y sin postes de luz, agradeciendo al municipio por regalar tanto misterio y por no delatar a los culpables. Miradas de reojo, anticipando un concierto de pieles que se erizaban mucho antes del roce, divisando panoramas que solo pueden disfrutarse más de cerca, más cercanos al fino secreto.

Detalles adicionales: la sonrisa de par en par, la boca que se nutre de frases y nombres de canciones favoritas eran resquicios que cada vez más se incitaban a una degustación salvaje, pero todavía discreta. Con blusas y vestidos de colores primaverales, ella se convertía en el arcoíris nocturno que ardía en silencio, en un salvajismo demasiado pulcro, dulce e impecable.

Un poco más arriba, las nubes amenazantes teñían de púrpura los cielos distantes. El aguacero debía llegar para purificar tanto maleficio de ese encuentro de memorias recíprocas que se buscaban y se escribían al ritmo de la caricia y del rechazo de los antiguos amores perdidos.

Quedarse en una esquina triste y ser echados por el vecino de enfrente que vio movimientos raros no detuvo a los escozores internos y externos. Era volver a ponerse en marcha, buscar un lugar mucho más despoblado en una capital repleta. Las luces de neón marcaron el sitio sagrado, sin cámaras fotográficas o testigos del espanto.

La música nació entre parpadeos infinitos y una promesa del “nosotros”. Pluralidades. Olvidarse de uno mismo para compartir el mismo cigarrillo imaginario. Todo era sublime. Dejar de lado a aquellos academicismos de aula para pasar a otra lección más próxima al vino añejado, a lo exquisito de un “mano a mano”.

Y todo adoptó su verdadero tono, su verdadera esencia, su relato en primera persona: “Hablabas, amor, y nos mordíamos la piel en ese juego de intercambiar besos sin preocuparnos por los rastros del mañana que se divisarían en los horarios de trabajo. Las miradas lánguidas que se adormecían, guiadas por aquella selección musical que preparaste para la ocasión perfecta, tu oportunidad para consumirte conmigo en un fuego irremediable. El temblor te delataba cuando mis manos se dispersaron por debajo de tu vientre, queriendo sacarte la ropa, en una inocente travesura. Lo aceptaste y me miraste con esa ternura del dejarlo ser, sin remilgos ni reproches».

«Estabas hermosa y, aunque una posesión pudiera formar parte del libreto preestablecido, sabíamos que las palabras dictarían su condena. La Serpiente Blanca nos acompañaba y, como por arte de magia, dijiste la palabra que un hombre tal vez pudiera esperar. Pasar al asiento de atrás suponía un nuevo truco, la nueva sensación que solo podía disfrutarse sin inhibiciones del alma. Abrazar aquí, allá, en todas partes, juntar tu mejilla contra la mía e inevitablemente balbucear el lenguaje de esperanto, entre otras serpentinas que revoloteaban en un intercambio de alientos solemnes. Como para reforzar todo aquel sacrificio de una antropofagia cómplice, lanzaste el conjuro y quedé a tu merced. Tomaste el control. Te miraba desde arriba como la nueva emperatriz dominante y sucumbir era el mensaje del súcubo. Senos que cabían en la palma, asistiendo al convite concupiscente del satánico pandemónium. Alas del diablo, me sorprendías con ese lado oscuro que para mí ya era tentador y mucho más claro. Nadie supo cuándo llegó, pero aquella tormenta no nos defraudó y fuimos más al fondo. Un teléfono celular zumbaba en un bolsón, pero hacerle caso solo nos traería un quiebre de las emociones, el fin del contrato acordado por ambas partes. Te movías por encima de los jinetes más expertos y tu cintura se amoldaba a la mía en la sincronía de nuestras erecciones y lubricaciones. Me sacaste la camisa y tu carne se fundió con el torso, en un nuevo viaje apretujado de los alfileres entre multitudes. Me pediste que suba y comencé a mirarte desde abajo. Me viste recorrer cada fibra y ser sobrio en esta parte de la historia no estaba dentro de lo previsto. Fantasías ocultas, tomarte por la cerviz y besarte, morderte hasta que tu respiración se exaspere, se entrecorte y vuelva a seguir fluyendo en su sangre, nos llevaba a lo más peligroso, a la explosión más descarada. Nos mirábamos y te hice una seña, apuntando hacia abajo. Murmuraste palabritas sucias y jugábamos a bajar desde la clave fatal: cabeza, tronco, extremidades, centro sur. Pero, hasta ahora desconozco qué fue lo más fuerte que nos detuvo e hizo que me quede a segundos, a centímetros de remover el candado de una puerta de gloria. La llave se quebró cuando dijiste que era demasiado tarde y que un país firmante ya se preocupaba por el porvenir de la otra nación. Y, entre el desconcierto mutuo, paramos. Nadie sabe lo que pudo haber pasado si me dejabas continuar. A pesar de todas las circunstancias, de todos los chismeríos y rumores ante los cuales debíamos hacer frente, guardamos silencio y la historia quedó tatuada como un sello de amor inconcluso. No hubo alivio, ni redención ni esperanza».

Los detectives no revelan a su clientela ni tampoco hablan sobre sus gestas más loables. El caso de la calle perfumada perdurará en la memoria de los protagonistas, con detalles mucho más profanos. Los amigos se darán cuenta que un hombre, considerado como el más pueril de todos los camaradas universitarios, ya tiene el Averno ganado.