
La lenta ceremonia que se dicta en silencio, a un ritmo virtuoso, en un huracán de saxofones. Delirios de tu cuerpo y el jazz de la medianoche. Desvestirte a tientas, bordeando suspiros que se ahogan en espasmos tan tuyos y tan nuestros, como la dulce condena que es la de sucumbir a un naufragio y llegar a un oasis, sin espejismos del desierto.
Aprisioné tu recuerdo aquella noche de insomnio y por un instante jugué a contemplarte como una reina de arena, y sonreír por cada granito que terminaba siendo un lunar o una cicatriz de tu pasado sin sentencias ni culpabilidades. Sublime esperanza. El rito perfecto estaba en vivir en nosotros sin jueces ni partes. Inocentemente culpables, nos mirábamos y nuestro mundo giraba en sincronicidades, temiendo un ataque de pánico ante el exceso de caricias en los ojos brillantes. Nuestras almas estaban desnudas, sin etiquetas, sin nombres. Pasión y pureza, contradicciones. En oculta apariencia, éramos camaleones que se mimetizan y sueñan con traspasarse en colores.
En el silencio, un beso se durmió en tu mejilla y los labios querían seguir bebiendo nuevos anhelos, mágicas sonrisas. Pausas y una nueva misión: llegar al coral de blancura que encierra la médula que viaja al imperio de tu razón y tus sentidos solo para ser víctimas de un espanto que no se cura: ser los enamorados de un eterno despertar. Apareció un abrazo y un nuevo mensaje se posó en tu boca. Miel y Leche debajo de tu lengua, como el Cantar de los Cantares. Vulgata. Visiones del paraíso, aprender a aprehenderte entre roces y suavidades, atándonos de pies y manos en ese concierto de morir entrelazados una vez más, castigo que se disfruta sin admitirlo, como un infinito goce del dolor.
Llegamos al sur. Tocarte sin miedos era estar en otro tiempo porque así lo esperabas. Sumergirme hacia lo profundo de un mar de aguas saladas y dulces, perdiéndome en un grito ahogado mientras tus piernas apretaban con fuerza, aunque el negacionismo haya hecho acto de presencia. Gemías y gemía contigo, porque la luz estaba en tu centro de finas hebras negras, y las cosquillas en mi boca eran como el adormecimiento del éxtasis eterno, pecado no expiado y nietzscheano girando para siempre. Saliva y elíxir, un eterno retorno.
Te amaba. Me amabas. No podíamos decirlo en voz alta. Penetrar secretos cálidos y húmedos en una complicación más de la inexperiencia. Te mordías los labios y el movimiento rugía a piacere. Estaba en ti, estabas en mí. Nos sentíamos en nosotros mismos. After such pleasures. Después de tantos placeres, clamabas, clamaba. Clamábamos por más y todo era un resurgir espiritual nacido desde una corpografía sin vencedores ni derrotados. Armisticio. Agotados, exhaustos, gritamos nuestra última promesa de libertad. Un te amo se escapó desde el lado de mi almohada. Volviste a besarme y no me lo reclamaste. Amabas en silencio sin que fuera un cliché baladí. Te amo. Eso no se cuenta. Se vive, se hace un recuento, se atesora, se recuerda. Perfume de nobleza. Respiramos belleza por encima del sudor. Cerramos los ojos. Volvimos a mirarnos. Teníamos la ropa puesta. Nos reímos. Travesura de cronopios. Imaginamos que hicimos el amor.