La princesa Kloe contoneaba sus maléficas formas, rompiendo esquemas en el Petit Midnight Bar. Era una víctima. Voluptuosa, presa iracunda de su hechizo y su magia negra, animando la pista de baile, perdidamente desnuda entre los sinsabores del oscuro blues erótico y el hipnotismo de los muñecos vudú que adoptaban rasgos de parroquianos habituales.

Dueña de su propio tiempo, divisando panoramas insondables, sintiendo cómo la música se paseaba por cada nervio y médula como una esencia inquebrantable de su propio cuerpo. En su danza, se reinventaban movimientos sugerentes y considerados como impropios de una dama de la alta nobleza en un sistema de hipocresías y falsos pudores. Su perfume la delataba: expedía fragancias tentadoras, vinculadas a un mundo de condenas y perturbaciones.

El apetitoso bar de medianoche se caracterizaba por haberse convertido en el antro más underground de las extrañas jornadas asuncenas: cervezas a un solo precio y cotizadas por su mala calidad y su capacidad para agilizar las contemplaciones espirituosas (hablar de borrachera estaba prohibido), mientras el barman oficiaba de discjockey, colocando discos de The Doors en una vieja vitrola adquirida en la antigua tienda Viladesau, quien sabe en qué triste año de la ley seca.

Quien deseara calmar sus penas y sus necesidades biológico sexuales, acudía al Petit, siempre con una condición: disfrutar a Kloe sin tocarla ni hacerle propuestas indecentes. Ella lo dejaba estar y sabía que resistirse en un sitio de factores cómplices pondría a prueba a todos los que peregrinaran hacia tristes parajes del ensueño. El desafío de cada hombre consistía en adentrarse en la música, en la mancomunión del cuerpo y el alma, a través de una filosofía de la supervivencia junto a instantes del sometimiento, corriendo el riesgo de incurrir en ciertos sueños húmedos que probarían la precocidad de las eyaculaciones y la escasa posibilidad para improvisar en momentos álgidos.

Marihuana, mezclas azules y verdes, alucinaciones, sexo, drogas, la discografía completa de Morrison y sus secuaces, todo conspiraba en un extraño fin de la noche ajeno a las polkas y las guaranias. Se preparaba otro universo sin pipas de la paz o fuera de legislaciones que pretendan ser violentadas por políticos corruptos. La ley suprema era no tocar a Kloe, la reina absoluta de los jinetes de la tormenta.

La confesión era muy incauta y terriblemente reveladora. Un hombre con gabardina y sombrero borsalino apareció en una escena silenciosa. Se apeó de los insumos detectivescos y sacó un cigarrillo Philip Morris junto a un encendedor con la inscripción “Hammond” en la superficie. Con la mirada indiferente y absorto en algunos pensamientos cuasi particulares, hizo una reverencia hacia una mesa vacía y procedió a sentarse, con la intención de disfrutar el espectáculo.

Ella reapareció y la visión trajo visos de incomodidad a la sala de espectadores. El desconocido recordó un acto de una vieja película de Tarantino mientras una mujer llamada Satánico Pandemonium contemplaba desde su propia altura a los esclavos de su malignidad. Kloe se dejó llevar por Soul Kitchen y dejó a todos obnubilados. Sus movimientos eran libres, sin un ápice de metodismos o meticulosidad. Sus miradas eran las puertas de la percepción; su tarjeta de presentación, la curvatura interminable de su espalda y sus muslos, en una imaginaria textura de suavidades sublimes. Sus labios balbuceaban palabras en el intento por seguir el fraseo de Jim, agregando un hechizante “eres mío”, mirando hacia un rincón alejado de la mesa. El hombre no dejó de mirarla, pero sus rasgos ni se inmutaron ante el lascivo conjuro del sometimiento.

Al darse cuenta que su baile excitaba a todos, menos al impasible, ella se molestó y pidió al barman poner Light My Fire. “Enciende mi fuego, bebé, mientras nuestro amor se convierte en una pira funeraria”. Su cintura incurría en vaivenes suculentos, en una cabalgata infernal hacia el clímax, entre el Moog de Manzarek, la incesante batería de Densmore y la guitarra seductora de Krieger. Ella estudió a todos los músicos y poetas de la banda, especialmente al Rey Lagarto. Había aprendido a mantener la calma y la confianza cautivando a cada una de sus víctimas, en una técnica hábil de unir cuerpo y espíritu con el baile pecador de la Salomé que mandó a cortar la cabeza de San Juan Bautista. Sin embargo, el hombre seguía impertérrito, mirándola sin rubor y sin admiración.

Una mujer rechazada por un hombre que no cae en sus garras, termina convirtiéndose en la víctima de su propio juego. Ella sometía a todos, pero hoy ella estaba siendo sometida. Le intrigaba aquél tipo imberbe, de facciones aparentemente caucásicas y con el ceño medio fruncido. Se sentía ignorada, golpeada, abofeteada por ese infame que no apreciaba su arte. ¿Acaso se amaban o se ansiaban? Era demasiado pronto para adivinarlo.

Triste, en un momento dado, su rostro palideció. Ella no dejaba de verlo y tal pareciera que hubieran intercambiado existencias. Dejó de bailar y se quedó tiesa como una estatua. Un gordinflón de la primera fila quiso tocarla pero reaccionó instintivamente y le propinó una patada desde el desnivel que separaba el escenario del piso. Ordenó que todos salieran, incluyendo al barman, pidiéndole por favor que se llevara los discos de The Doors, excepto uno, muy especial para ella.

Los borrachos estuvieron por organizar un tumulto debido a la decepción que les generaba haber pagado por los brebajes y no poder seguir disfrutando del show hasta el maldito amanecer. Salieron descontentos, uno por uno, lanzando improperios y enojados, como si hubieran visto una comedia sin el elemento fundamental: la risa.

Fue allí cuando sucedió. Ella se percató de que el hombre no se movió y que aún la observaba, con una languidez tan poco masculina. Sus ojos estaban acuosos y apenas apartaba el cigarrillo de la boca. Sin siquiera notarlo, Kloe se acercó hasta la vitrola y jugó con la púa. Se apresuró a buscar el quinto surco de «Morrison Hotel», y el órgano emitió un sonido dulce, junto a una melódica guitarra que incitaba al recuerdo. Él se sorprendió y parecía como que iba despertando y cayendo en la cuenta de una situación que tal vez la buscaba o no la estaba buscando. Ella comenzó a bailar y a intensificar sus movimientos, acercándose cada vez más al viajero de sus sueños. Llegó hasta él y siguió a sus instintos, logrando entrelazar sus piernas con las piernas de él. Ambos se miraban más intensamente. Luego apareció Morrison, cantando en una tonada muy a lo Sinatra, triste y casi a ritmos de vals, revelando una confesión que tal vez estaba hecha para los dos.

“I found my own true love once, on a blue sunday, she looked at me and told me, I was the only one in the world, now I have found my girl. My girl awaits for me in tender times. My girl is mine. She is the world, she is my girl”.

“Yo había encontrado a mi verdadero amor en un triste domingo. Ella me miró y me dijo que era el único en el mundo. Ahora he encontrado a mi chica. Mi chica me espera en tiernos momentos. Mi chica es mía, ella es el mundo, ella es mi chica”.

Lo supieron en aquel instante mientras seguían mirándose, en un mundo fuera de este mundo. Atravesaban eternidades cruzando sus pupilas en un abismo cada vez más profundo, en puntos sin retorno, en estancias incomprensibles para los seres humanos. Navegaron a través de la música, y el Blue Sunday les resultaba interminable. Claro que estaban tristes. Ella no pudo someterlo y acabó siendo sometida. Lo que empezó como un juego sin escrúpulos acabó por condenarlos. Él la llenó de ese amor triste, de ese dolor que se siente cuando uno ama con todas sus fuerzas, sin lograr comprender los porqués de ciertas evasivas o rechazos poco diplomáticos.

Ellos comprendieron que la vida estaba mucho más allá del Petit Midnight Bar y que una canción les cambió la vida. No fue un barato romanticismo. La historia tal vez no cubría todas las aristas. Nadie supo si ya se conocían desde antes o se conocieron en ese momento. Todos los curiosos que seguían mirando por la ventana comenzaron a inventar historias. Algunos decían que ella estaba obligada a bailar porque era la esclava del dueño del bar. Otros decían que él nunca aprobó que ella bailara para mantener la relación, que no se sabía si era de larga data. Ellos también comprendieron que el chismerío puede construirse de miles de capítulos inconclusos. Pero la historia del Blue Sunday, la historia del sometimiento de Kloe y del extraño álter ego, se configuran en un mundo aparte. Un mundo propio, accesible a dos almas que se redimen, en el deseo por brillar desde un mismo cielo. Hay sometimiento. Hay esperanza.

27.09.2017