
Los inconvenientes siempre estuvieron a la vuelta de la esquina. Eran fácilmente detectables. Algunas veces, cobraban formas comunes y corrientes como franjas peatonales apenas vislumbradas o como errores ortográficos en la pizarra de un menú del día en el viejo restaurante. En otras ocasiones, el problema tomaba un aire más taciturno y místico; un sueño en donde uno va cayendo sin dimensionar la magnitud del abismo o una pesadilla que constata la presencia de un ser ausente y desconocido en tiempos inmemoriales.
Sabiendo que las descripciones podrían ser variadas o que las diversas circunstancias resulten fallidas y atrofiadas, las causas y los efectos rebotaban en el mismo laberinto sin pausa: el hecho incontestable de habernos encontrado o de habernos cruzado a raíz de otros desencuentros.
Tal vez pudiera resultar ilógico, pero siempre terminábamos sonriendo tras ese conflicto enmarañado de la epidermis oblicua al susurro, erizada por vibraciones sagradas. Un ritual que se repetía infaustamente, tiránicamente, aunque las posibilidades del beso no estuvieran presentes. Las estadísticas variaban y las apuestas se dirimían en esas incógnitas más sencillas: «¿Cuánto arriesgas a perder si al minuto cinco y medio inician los suspiros asfixiados por el beso?» «¿Una prenda menos o un retazo de tus huellas dactilares que se impregnan en el otro cuerpo?».
No podíamos establecer los números exactos. Siempre tendíamos a enfocarnos en la problemática y no en la solución, como decía el amigo loco de Patch Adams al mostrarnos dos dedos y no responder que son cuatro los dedos que se depositan en tu sur, entre vaivenes telúricos del placer indisimulado e indiscreto.
El error de cálculo está en mordernos los labios y tragar las palabras que pueden ser dichas allí, en ese acto recurrente de observarte gemir y rehuir de una verdad que teme ser víctima de un arrebato de la sinceridad. Inconvenientes técnicos que se presentan cuando el botón de la camisa es el primer obstáculo, esa falsa hipocresía que se borra ante la presencia de mis manos y tu quietud estatuaria, sin afirmar o negar nada.
Hay delirio. Ay! Delirio. Las numeraciones de tu cuerpo son inexactas. Hay un exceso de códigos encriptados que buscan ser descifrados en clave Morse o en un sistema Braille, desdibujando contornos de infinitud y magia. Sin contraseñas, el número que pienso no será la respuesta y tampoco el que no pienso.
Frente a frente, juntaremos las manos y trataremos de coincidir entre los engranajes posibles. El recuento infalible de numeraciones que van del Pi hasta la circunferencia. Pero estamos allí, apretados, enquistados, dos en uno, simulando el enigma perfecto que nace y termina con una llave. La puerta. La llave. Tu corazón, mi corazón. Tu cuerpo. Mi cuerpo. Anverso y Reverso. Dos planetas en el Universo. Cálculo y solución. Amor y odio. Paz y Guerra. Individualmente duales. Puntos suspensivos. Solos en el mundo, bajo un manto de imposibilidades, entre dudas, miedos y verdades. Solo nosotros, los enamorados incalculables.
25.07.2016