Nos difuminamos en un beso durante las noches cómplices. Sentir que te desdibujabas en mi cuerpo, trazando trayectos distintos, hacía más apacible el misterio del viaje. Antes estaba la cita previa, el recuento interminable hacia un reencuentro sin testigos, proponiendo nuevos riesgos. Sabía que ya no estabas sola, pero aceptaste. En mi mente apareció el delirio filosófico y la escuela existencialista me puso en la encrucijada más triste: poseerte mientras otro formaba parte del juego y la broma, aunque nunca lo supiera.

Después nos quedaba preguntarnos qué nos hacíamos el uno al otro. A veces, era pretender que nos seguíamos amando por más que la costumbre nos haya hecho persistir en el perfume de nuestra piel. Costaba desacompasarse y empezar un nuevo ritmo. Hoy era otro cuerpo distinto al mío y distinto al tuyo. La respuesta siempre estuvo a la vista. Temíamos una nueva suavidad del roce.

Nos veíamos, nos temíamos ante la certeza de nuestras intensidades. Sabíamos que el regalo sería amor salvaje, por más que no pudiéramos estar juntos. Omitiendo a la lucha de nuestros labios, estaban las rutinarias dicotomías: mi impaciencia por tu tardanza en la elección del menú del día, o tus reclamos por dejar la puerta del baño abierta. No podíamos alejarnos de ciertas realidades. Odiabas el café amargo y mientras tanto yo aborrecía tu manera de enrollar el spaghetti con los tenedores. Pequeñas contradicciones que se sumaban a esa inexplicable resistencia a vivir juntos aunque siempre lo hiciéramos uno dentro del otro.

En el fondo, sabíamos que no dejaríamos de amarnos, a pesar de las diversas tendencias opuestas. Porque más allá de tus reclamos o mis ataques de histeria, nos guardábamos para ese momento en donde ambos sabíamos que el mundo no existía. Era un “Let It Be” incesante, nos dejábamos ser y permitíamos que el sometimiento juegue su propia partida de ajedrez. El azar, la unión de dos contrarios que por años simulaban ser enemigos y triunfaban tomados de la mano.

Luego aparecían las palabras dulces, como un ejercicio de las reminiscencias. Llamábamos a nuestras antiguas voces, a nuestros ritos pueriles de abrazarnos en la oscuridad de la noche mientras un gemido escapaba y excitaba a mis oídos. Sólo tú en una expresión salvaje, sin que se pareciera a tus gritos pidiendo un taxi o reclamando a los idiotas que te silbaban por la calle. Allí estabas mientras me mirabas, y un “mi amor” se ahogaba entre tus labios y mis dientes, no pudiendo evitar una pequeña mordida que nuevamente nos ponía entre un suspiro y una mirada tierna. Nos entendíamos aunque haya pasado mucho tiempo. Luego estaba el verte como si fueras mi espejo y sonreír desde vos y para vos. Me gustaba que asumas la postura del jinete y su montura, emprendiendo una cabalgata infernal sin que precisamente suene de fondo Offenbach.

No. Primero estaba Smokey Robinson and the Miracles. «Oo Baby Baby», como la previa para nuestros contactos íntimos. Tocarte, sentirte y oprimirte, invitarte a un viaje de dos minutos en donde un blues triste me haría susurrarte al oído que te seguía amando, por más que la historia ya no nos permitiera seguir estando juntos.

Luego una semimoderna introducción de sintetizadores. «Is This Love». Nuestra canción favorita. La guardábamos para ocasiones especiales. No te gustaba mi eclecticismo porque siempre decías que actuaba conforme al estado de ánimo del playlist aleatorio. Dejé de ser un snob solo para besarte. Ya no me importaba recitarte desde mi mente un poema de Byron porque también nos separamos en silencio y con lágrimas, con el corazón medio roto. Hoy el verso contaba con un final libre. En el reencuentro omitimos detalles, por respeto tácito hacia un pecado cometido. Nuestra telepatía nos topó soñando el mismo sueño en un viaje sin brújulas ni vicios. Siempre quedó esa certeza. Estabas en otros aires, pero el perfume viejo seguía siendo nuestro. Nos seguíamos amando, en un silencio cómplice. Final abierto.

06-06-2017