
¿Qué fuimos en esa noche de apuros y de sombras? Una circunstancia inventando confidencias y desvelos en el desatinado concierto de la lujuria. Nos vimos en la oscuridad y pretendíamos subir más alto, como para concretar un acto que se hace más intenso aún en los sinsabores ya íntimos.
Decían que no debía preguntar tu nombre, ni los motivos por los cuales las horas mundanas te llevaron a inventar gemidos bajo la luz de la luna. Nos apresuramos a abrir la puerta, pasando a la luz entristecida y a las botellas vacías. Tus movimientos, absurdos y rutinarios, ante el inexperiente y el puritano, combinaban perfectamente en ese delirio ajado de los besos dados sin arte ni parte.
Decidiste ser vos, asumir tu molestia y tu tristeza por los hombres que no te comprendían, que abusaban de ese mal llamado “privilegio” de pensarte “puta” y obligarte a cumplir sus deseos. Tenías miedo, porque no había escapatoria. Estábamos arriba, los dos, vestidos y tal vez sin ganas de contemplarnos. El bullicio de los espectáculos de cabaret alteraba los sentidos y los minutos iban corriendo. Los nervios, los temores, el estudio de los comportamientos aparecían como un burdo y descontextualizado intento de filosofía barata en un burdel de mala muerte.
Hablamos acerca del dolor, de la desdicha, del murmullo de las multitudes que te señalaban con el dedo y levantaban tu falda en distancias imaginarias. Recordaste a tu familia y a todo lo que habías dejado para incorporarte a este mundo autoimpuesto por necesidad. Temías que no haya una creencia hacia tus palabras o que todo se convirtiera en excusas vertidas a regañadientes.
Callamos por instantes, buscábamos entendernos y olvidar que ambos estábamos afligidos. Se cumplía una hora más del existencialismo y no sabíamos cómo empezar a desinhibirnos. «¿Querés estar conmigo?», fue la pregunta detonante, la duda que desempolvó a la moraleja. La respuesta, “Por supuesto, si eres muy linda”, sonó acaso forzada y fría, aunque nos haya indicado que no había remedio. Allí, el interés se centró en tu cuerpo, en lugares recónditos y profanados por otros clientes. La luz podía estar al final del túnel, si la solución hubiera sido olvidar que antes nos conocimos al compartir historias.
Silencio. Había más jazz en la mente que toda esa basura electrónica que se escuchaba a lo lejos. Asumimos la posición de detective y un caso a ser resuelto. Había que recorrer zonas ya exploradas para redescubrirte como ser humano y no como objeto. Los reflejos carecían de vínculos propios. Una mujer y un hombre que agregaban más incógnitas al lado oscuro de la noche. El abrazo fue el mensaje que temía ser dado. No por lástima ni por el engaño. La regla consistía en no besarnos, en no preguntar por qué el cuerpo responde o no responde a las caricias obligadas. Sin embargo, persistía la magia, cuando los labios se humedecían en la dermis de plástico, buscando el irresoluto clímax, el tan ansiado orgasmo.
Luego era un ir y venir inconstante y naturalizado. Asumir el rol dictado a arbitrariamente. Debatirnos en una guerra sin motivos, sin la posibilidad de victorias o derrotas que puedan ser contadas. Ansiosos, recubriéndonos y sintiéndonos la piel en un suave latido de esperanzas débiles, mientras la fórmica arcillosa de tus senos apaciguaba los ánimos y acompasaba la nostalgia. Gemidos forzados y atolondrados, vivíamos en un sometimiento sin etiqueta y sin nombre. La luz al final del túnel. La hora de la despedida.
No entramos en los detalles, en cómo tuvimos que exasperarnos y recordar que otro mundo seguía gestándose debajo de la habitación. Antes de salir, la magia anónima fue cortada con una confesión que no podrá ser contada. Diste tu verdadero nombre, pero prometimos guardarlo en secreto. Nos despedimos con besos en la mejilla, y cada quien siguió su camino. Un cigarrillo encendido, fumado acaso a medio humo, para significar que hoy acabamos con el rito de las costumbres, y pusimos nombres a nuestras realidades. Ese «Gracias por los favores recibidos», ocultaba un «Gracias por escucharme».
11.09.2016