Hay suavidad y extrañeza en las baladas que se conciertan durante la medianoche. Cada melodía te trae de vuelta, y abundan discos que giran a más de 33, 45 o 78 revoluciones por minuto. Siempre  las baladas poseen ese non plus ultra, esa debacle intempestiva hacia lares más seguros e indispensables, más hacia un vos o yo regalándonos sonrisas, ocultando nuestros rostros atolondrados entre la juventud y el ensueño.

Tratamos de recordar y vivir en cada responso hecho de noblezas y puerilidades, aunque las luces ya se hayan apagado y tengamos que vivir con el pesar de las ausencias caras, intensificadas en las sombras, junto al melódico slide de una canción de George Harrison. “Your Love Is forever”, soñando con esos ojos inmorales producto de las horas íntimas, pensando en esos labios que no escatimaban en despedirse con un beso, susurrando un “hasta mañana” o el “hasta un próximo encuentro”.

Sabíamos que podíamos volver a vernos o reencontrarnos en un “paseo púbico” – como esa “justa errata” cortazariana que tanto nos gustaba -, ese interminable delirar de las almas que se confunden en un recuento salvaje, al atravesarse latidos entre la asfixia y la confusión exasperante.

Podríamos habernos mirado por segunda vez, retomar el baile que ayer quedó a medias, con promesas a corto plazo y excusas poco argumentadas al ya cumplirse el horario de alquiler de aquella habitación de hotel tres estrellas. Sin embargo, lo dejamos estar, comprendimos por instantes y optamos por entristecernos. Salimos desconcertados, temiendo una despedida sine die, en donde la vida pudiera divisarnos a lo lejos, a una distancia circunstancial y predestinada a los sueños inventados por la unidad de dos seres.

No sabríamos explicar cada párrafo de este texto tan inconexo. Olvidarte no estuvo dentro del libreto, aunque el guión inevitablemente portaba consigo un slowly cómplice, acompasado por el movimiento de nuestros pies descalzos y nuestras ansias desnudas por recorrerse y determinarse en un conflicto sin vencedores ni vencidos.

Era el sometimiento o la culpa por nuestra recíproca subordinación. El silencio buscaba ahogar a tus gemidos, mientras establecíamos al mutismo de la dermis como el código perfecto para revelar secretos del placer. El engranaje perfecto para una trama construida a retazos de tu piel y otra piel, agotando las instancias de las artes amatorias terrenales, recurriendo a los clichés del Tantra para sentirnos más próximos a divinidades imperfectas, oxímoron o antítesis de la incoherencia y de la fábula, sin temores narrativos o errores de sintaxis.

El párrafo terminaba obligadamente, porque el slowly terminaba y habría que dormir solo una vez más, por más que recordarte avivaba otras esperanzas, otros compromisos que resuman la magia perdida. Éramos felices y pudimos seguir siendo felices. El reloj no nos esperó y tuvimos que apurar el cierre de página. El libro terminaría por ser escrito en otra ocasión. Hoy ya no, lastimosamente, ya no. No sé hacia dónde llegamos y el slowly se perdió con este atípico prosema, horrible y desaliñado, inestable y triste, perdido y altisonante, desesperado y desenamorado, devaneando recuerdos, aprisionando canciones sin importancia, pero admitiendo tu presencia entre las nostalgias.

(14 – 11 – 2016).