Escalofríos. Amor boomerang… el que uno deja ir, aprisiona en recuerdos, con chances mínimas de reencuentros. Hubo un concierto clásico en medio de todo ese rito primario, inocente, precario. Había música atravesando poros, insertando un sonido cómplice, como la historia que solo se cuenta en medio de las charlas a introspección y psicoanálisis.

Selección de tus instantes y los míos en la cajita de canciones digitales. Y la condena por una repetición que no podría ser la misma, comparando tus encuentros y los míos, plagados de inexperiencia. Aunque todo debía ser química y física, los cálculos metódicos estaban allí. Esta vez era la expectativa, temer no cumplir, marearse antes de beber zumos de gloria, trascender clímax – paroxismo y sentirse orgulloso. Orgullo, esa palabrita tan motivadora para la masculinidad. Temor a la mentira, ese llevarte el secreto de mi falta de práctica. Estereotipos. Lo pensábamos demasiado.

Hablábamos en susurros. “Vive el momento. Atesora esa parte de mi alma que hoy es cuerpo y que, al hundirse al tuyo, será unidad en medio del caos, místico refugio de los que creen en Dios”. Cuando hablabas con simbolismos religiosos, el pecado conjunto se exasperaba y preparaba su sendero de libertad. Redención. Ir en contra de todos o todo lo preestablecido, y confesar que la primera vez se gestaba de un lado y no del tuyo. Adiós, comportamiento de superhombre nietzscheano. Bienvenido, sensitivo de las power ballads, el jazz y el soul.

La canción estaba en el playlist, mientras el acto del beso se esparcía por tu mejilla, rodeaba tu cuello, cada vez más incierto, más inserto en el ensueño, más lento en la visión. Ceñirte a trazos del Verbo, aferrarme a tu cintura debajo de las sábanas, eran una tregua a pequeños esbozos, trazando líneas de fuego con las yemas, las uñas levemente filosas, sin importar nada, importando mucho. Descender o bajar, subir, escalar, tomarse atribuciones más íntimas, balanceos suaves, rítmicos por momentos, acompasados o a destiempo, pero moverse en lo que ansiábamos: nuestro propio tempo.

¿Qué quedaba después? Áulico o callejero, lo teórico vuelto empírico. No hay teoría sin práctica, ni tesis sin antítesis. Polos opuestos. Acomodar las piezas del tablero. Tus manos indiscretas temían hacer daño, y tocaban una fórmica, como midiendo las posibilidades, ese deseoso acudir de prisa a las súplicas de tu centro húmedo y cálido. Todo era fuego y hielo, y una nueva sublimación desde las estancias sin nombre. Pedíamos más. Clamábamos por más. Hoy lo recuerdo por pasajes, como un bosquejo de misterio.

El problema es que alguien llama a la puerta y debo retirarme. Volver a la realidad de pelearme con tu presencia ausente, y ser un Homo Erectus que explosiona al último contacto imaginario de tu aroma indeleble. Hasta los incivilizados inventaron esa palabra, más turbados que otras veces. Me aseo, pero no me siento sucio. El plan consistía en recordarte. Volver al baño y con la espuma del jabón verterme en nuevos pensamientos puros, buscando ese nepente de olvido y vida celeste. Pero, en mi mente, el vinilo sigue girando. “When We Made Love”. Bad Company. El coro era un cambio de Em a Bm. Melancolía. Ars Amandi. El verano está difícil.