“El amor de ellos no terminó por empezar. Se alejaron y se reencontraron más de una vez, cuando aquellos días no pretendían significar acciones concretas o compromisos a largo plazo. Él la miraba y se entristecía en silencio, porque tal vez ella no cumplía con sus estándares de belleza. Ella, por el contrario, lo observaba, y su corazón regalaba sístoles y diástoles en una aceleración convulsiva de la presión arterial.

Se vieron. Se sintieron, acudieron al soplo del viento y a los susurros amaestrados por el beso contraído e inventado para aquellas ocasiones especiales, como los días de lluvia. Depositaban sus pecados y sus males en una copa de olvido, porque la vida les había jugado una mala pasada. Los dos intentaron olvidar otros ámbitos, otras circunstancias y otras noches entre brazos distintos. Luego, tras una serie de diálogos sin ley ni condena, se abrazaron y se refugiaron en juegos propios de la frase «una mano más rápida que la vista».

Callados y constelados, se dejaron llevar por la premura dictada a besos cálidos, dulces y cerrados. Era el principio, y las nociones del tiempo no se amargaban en sus instintos ya despiertos por el deseo. Él acudió a sus súplicas. Optó por desvestirla entre las sombras o entre la tenue luz artificial de una lámpara triste. Se fueron acomodando a las exigencias de la noche y las caricias asumieron el protagonismo del secreto.

Por primera vez, dejaron abiertas las puertas de sus respectivas percepciones. Ella se enamoró en silencio, pero él seguía dudando. Sabía que en cualquier momento tenía que dejarse llevar. La voz de su conciencia le repetía y le reiteraba los peligros del juego. Su existencialismo le pedía ser fuerte. “Poséela y luego vete”. Allí reaparecía su amor, sepultado por una criogenia autoimpuesta, para decirle que había un brillo de sol al final del túnel, que su vida tenía un final feliz. El diálogo de sus cuerpos fue in crescendo. Se interceptaron y se llamaron a través de códigos del tacto, en el lenguaje de los ciegos que piden perdón por no ver más allá del ocaso.

El delirio los aproximaba y sometía. Acabaron por desvestirse y regalarse a las desnudeces del alma. Se incitaron, sucumbieron ante el clímax y a las virtudes del orgasmo. Se redescubrieron, se aprisionaron y dejaron de apenarse. Se amaron en principio y en un primer capítulo, cerrando viejas heridas, inventando una nueva historia, con puntos suspensivos”.

(20.10.2016).